Hay un comentario que ronda con normalidad el «mundo Montessori». Es
cuando la gente te habla de por qué Montessori, siendo tan interesante y
necesario para la sociedad de nuestros días, no acaba “calando” dentro
de los sistemas educativos nacionales, dentro de la escuela pública.
Simplificar en unas líneas tan arduo mensaje no es tarea fácil, pero
vamos a intentar acercarnos intentando hacer un análisis más genérico
sobre el panorama educativo social.
Llevo ya un tiempo acercándome desde Montessori al sistema educativo tradicional y hay algunos aspectos que, “a estas alturas”, empiezan a “chirriar en mis oídos”. Resumiéndolo mucho, sería algo así como que, “de puertas hacia fuera”, todos parecemos estar muy convencidos de que “queremos una sociedad diferente” y parace que estamos convencidos de querer trabajar por ello; pero la verdad es que, tengo cierta sensación de que “de puertas para adentro” no queremos que sea así. Soy de los que piensan que la educación necesita de una gran revolución en todas sus estructuras y, pasa el tiempo, y continúo observando el mismo acomodamiento de los adultos año tras año, década tras década.
Creo que el método Montessori, con la idea principal de educar al hombre nuevo capaz de generar paz entre los hombres, “no cala” en los sistemas públicos de educación porque nuestra enseñanza tiene un vicio orgánico desde hace muchísimos años; porque nuestra enseñanza no busca la libertad del individuo; porque el sistema busca la uniformidad de los individuos que la componen, de ahí que las leyes educativas sean impuestas por los burócratas y ratificadas por los políticos y nunca por personas especializadas en educación; porque por mucho que “se nos llene la boca diciéndolo”, en realidad, la sociedad de hoy, los adultos, no están preparados (y la mayoría ni se lo plantean) para realizar un trabajo interno intenso que les lleve a desaprender lo aprendido y poder así proyectar otra mirada hacia la infancia, quienes a la postre serán los adultos del mañana. Pero, sobre todo, y quizás lo más preocupante, porque en la escuela de hoy sigue existiendo una desconfianza absoluta al espíritu de libertad y de autonomía del individuo como ser humano.
Pasa el tiempo y continuamos sin asimilar que los niños no tienen ningún problema en ser niños, en crecer y desarrollarse según las leyes que dicta la naturaleza y sus procesos de desarrollo. Quienes tienen “la movida encima” somos los adultos quienes, generación tras generación, abortamos cualquier conato de desarrollo natural de la infancia.
Hay un principio básico e infranqueable que los sistemas educativos, desde hace varios siglos, han tenido como principio fundamental de sus enseñanzas y que siguen utilizando a día de hoy, el miedo. El miedo es algo que nos da una sensación de fragilidad, que hace que “ni por asomo” queramos sentir el vértigo que hace enfrentarse a él, y para el caso que nos ocupa, el de educar al hombre nuevo capaz de generar otras realidades. Esta es una “losa” demasiado grande y pesada como para no dedicarle el espacio y tiempo necesario. Hemos sido niños educados en el miedo y, por eso hoy, somos adultos miedosos. Desconfío de todo porque desconfío de mí, porque siento miedo. Al final, nos ponemos enfrente de los niños y miramos el miedo que tenemos de que sean como son.
Pero es curioso cómo, en ese mismo día a día, los adultos proyectamos toda nuestra fuerza intelectual y práctica en contra de los niños, dominándolos y obligándoles a comportarse, trabajar y crecer de acuerdo a los criterios y gustos del adulto, pese que con ello estemos abortando los procesos naturales de desarrollo de la infancia.
Así nos va. Nos levantamos cada día buscando soluciones a cosas que las tienen por sí mismas. Las soluciones existen, «solo» falta que el adulto las quiera llevar a cabo. Hay algo a lo que los adultos deberíamos dedicar más tiempo de nuestras vidas: estudiar bien al niño, conocer sus leyes de desarrollo y, sobre todo, conocernos bien a nosotros mismos.
Llevo ya un tiempo acercándome desde Montessori al sistema educativo tradicional y hay algunos aspectos que, “a estas alturas”, empiezan a “chirriar en mis oídos”. Resumiéndolo mucho, sería algo así como que, “de puertas hacia fuera”, todos parecemos estar muy convencidos de que “queremos una sociedad diferente” y parace que estamos convencidos de querer trabajar por ello; pero la verdad es que, tengo cierta sensación de que “de puertas para adentro” no queremos que sea así. Soy de los que piensan que la educación necesita de una gran revolución en todas sus estructuras y, pasa el tiempo, y continúo observando el mismo acomodamiento de los adultos año tras año, década tras década.
Creo que el método Montessori, con la idea principal de educar al hombre nuevo capaz de generar paz entre los hombres, “no cala” en los sistemas públicos de educación porque nuestra enseñanza tiene un vicio orgánico desde hace muchísimos años; porque nuestra enseñanza no busca la libertad del individuo; porque el sistema busca la uniformidad de los individuos que la componen, de ahí que las leyes educativas sean impuestas por los burócratas y ratificadas por los políticos y nunca por personas especializadas en educación; porque por mucho que “se nos llene la boca diciéndolo”, en realidad, la sociedad de hoy, los adultos, no están preparados (y la mayoría ni se lo plantean) para realizar un trabajo interno intenso que les lleve a desaprender lo aprendido y poder así proyectar otra mirada hacia la infancia, quienes a la postre serán los adultos del mañana. Pero, sobre todo, y quizás lo más preocupante, porque en la escuela de hoy sigue existiendo una desconfianza absoluta al espíritu de libertad y de autonomía del individuo como ser humano.
Pasa el tiempo y continuamos sin asimilar que los niños no tienen ningún problema en ser niños, en crecer y desarrollarse según las leyes que dicta la naturaleza y sus procesos de desarrollo. Quienes tienen “la movida encima” somos los adultos quienes, generación tras generación, abortamos cualquier conato de desarrollo natural de la infancia.
Hay un principio básico e infranqueable que los sistemas educativos, desde hace varios siglos, han tenido como principio fundamental de sus enseñanzas y que siguen utilizando a día de hoy, el miedo. El miedo es algo que nos da una sensación de fragilidad, que hace que “ni por asomo” queramos sentir el vértigo que hace enfrentarse a él, y para el caso que nos ocupa, el de educar al hombre nuevo capaz de generar otras realidades. Esta es una “losa” demasiado grande y pesada como para no dedicarle el espacio y tiempo necesario. Hemos sido niños educados en el miedo y, por eso hoy, somos adultos miedosos. Desconfío de todo porque desconfío de mí, porque siento miedo. Al final, nos ponemos enfrente de los niños y miramos el miedo que tenemos de que sean como son.
«Para que el niño llegue a ser un adulto de verdad tiene que haber superado antes las fases naturales de la infancia.Solo se llega a ser un adulto armonioso si se ha vivido plenamente la niñez»Siendo de esta manera, donde los adultos sigan sin atreverse a entrar a modificar sus estructuras de vida, a desaprender lo aprendido, nos quejábamos ayer, nos quejamos hoy y nos quejaremos mañana de «lo mal que va todo». De una forma un tanto inconsciente sabemos, «a ciencia cierta», que la solución está en la infancia. Lo sabemos porque también forman parte de nuestro día a día expresiones como «ellos son el futuro», que hacemos cuando en algún momento aludimos a la infancia como «solución a nuestros males». Para que eso ocurra tenemos que, “simplemente”, confiar a la infancia nuestro destino.
María Montessori
Pero es curioso cómo, en ese mismo día a día, los adultos proyectamos toda nuestra fuerza intelectual y práctica en contra de los niños, dominándolos y obligándoles a comportarse, trabajar y crecer de acuerdo a los criterios y gustos del adulto, pese que con ello estemos abortando los procesos naturales de desarrollo de la infancia.
Así nos va. Nos levantamos cada día buscando soluciones a cosas que las tienen por sí mismas. Las soluciones existen, «solo» falta que el adulto las quiera llevar a cabo. Hay algo a lo que los adultos deberíamos dedicar más tiempo de nuestras vidas: estudiar bien al niño, conocer sus leyes de desarrollo y, sobre todo, conocernos bien a nosotros mismos.