PRIMERA DISERTACIÓN. Discurso pronunciado en la Escuela Internacional de Filosofia de Amersfoort el 28 de diciembre de 1937.
El profesor Jordan me pidió que en vez de
dar una serie de disertaciones como si esta fuera un aula, aprovechara
la oportunidad de estar aquí para establecer un contacto espiritual con
ustedes y describirles lo que siento cuando trabajo con niños.
Cuando estoy rodeada de niños no adopto la
postura de una científica, una teórica. Cuando estoy con niños soy
nadie, y no hay mayor privilegio para mí que olvidarme de que existo,
pues esa es la única manera de ver cosas que me perdería si fuera
alguien, cosas pequeñas y simples, pero que constituyen verdades
preciosas. No siempre es imperioso ver lo grande, pero sí es
indispensable conocer el nacimiento de las cosas. Cuando se originan son
como chispas, fáciles de reconocer apenas surge algo nuevo. Luego se
convierten en una luminosidad asombrosa que nos permite comprender el
intrincado laberinto de la vida social de los adultos.
El niño es un embrión espiritual que se
desarrolla espontáneamente, y si lo estudiamos desde sus cimientos nos
develará muchos secretos. Hoy, la vida en sociedad es extremadamente
compleja, y está plagada de fallas y contradicciones incomprensibles.
Vivimos tiempos sombríos, nuestro espiritu vaga en las tinieblas. Se ha
hecho realidad la profecía bíblica que decía: “Y llegará el día en que
la oscuridad nos devore”. Los fenómenos que nos rodean nos resultan
impenetrables. Nos es imposible comprender los orígenes del mundo
exterior, ese que el hombre mismo ha creado y sigue construyendo. El
mundo en donde nos encontramos es una maravilla gracias a los
descubrimientos de la ciencia, pero mientras disfrutamos de la luz que
irradian estos logros exteriores; tenemos el espíritu envuelto en las
tinieblas.
Aunque el hombre actual ejerza sus poderes
sobre la naturaleza y más allá de ella, aunque sea capaz de recorrer
enormes distancias, aunque domine las energías del universo, no deja de
ser una criatura aturdida, aterrada. El hombre contemporáneo es como un
niño perdido en el bosque. No lo asusta lo que ve o los animales ocultos
que pueda haber; lo que le da miedo son las pequeñeces, el ruido de las
hojas y el eco de pasos espectrales. Se aterroriza por cosas que en
realidad no existen.
El hombre precisa tranquilidad espiritual y paz; necesita luz. ¿Quién tendría algo de luz para darle?
Ni siquiera los libros más modernos nos
iluminan el camino. Obviamente, en su búsqueda de las causas de los
sucesos que lo rodeaban, el hombre ha aprendido mucho acerca de su
medio. Se ha adueñado de todos los secretos de la naturaleza y todas sus
energías. Pero todavía hay algo que le resta conocer, y eso que
desconoce es el hombre mismo.
No acabaríamos nunca si intentásemos
enumerar todos los descubrimientos del hombre en el mundo físico. ¿Pero
cuánto ha descubierto acerca de sí mismo, de su vida, sus objetivos, o
de la verdad y el error?
Una y otra vez se dejó llevar por la
intuición. El mundo ha cambiado, ¿pero en qué se ha modificado el
hombre?, ¿en qué sentimiento?, ¿en cuál de sus prejuicios?
El hombre sigue siendo un misterio, como lo
ilustra el titulo del libro “El hombre, ese desconocido”. El alma
humana es un enigma. No ha dejado de ser algo ignorado que habita en el
reino de lo desconocido. Ni siquiera la psicología pudo echar luz sobre
el misterio para sacarnos de esta oscuridad.
La psicología sólo tuvo en cuenta fenómenos
aislados del subconsciente y perdió de vista la esencia, la verdad.
Interpretar hechos separados no basta para desentrañar la incógnita del
hombre, ese desconocido. ¿Pero acaso la naturaleza misma del hombre lo
condena a no saber absolutamente nada de sí?
Yo me opongo, digo que no tiene por que ser
así. Pero debo agregar que el hombre, si es reprimido, tal vez no deje
nunca de ignorar su esencia. Y no somos nosotros los que le podemos
mostrar qué es.
Hay una verdad que debe ser repetida una y
otra vez. Sólo el niño es capaz de revelarnos los secretos de la vida
espiritual del hombre. Y a fin de acoger semejante revelación, los
adultos deben dejar de existir, vaciarse por completo y dejar Iugar al
niño para que penetre y Ilene ese vacío.
El niño, ese embrión espiritual, se nos
revela a los adultos y nos guía en el laberinto. El niño es la luz que
disipa las sombras que nos rodean.
Con la biología ocurrió algo similar. ¿Cómo
es posible comprender un organismo si para estudiarlo se espera a que
esté completamente desarrollado? Sólo llegamos a entender la formación
de los organismos cuando se inventó el microscopio y los biólogos
comenzaron a investigar la division celular. La luz de la embriología
alumbró a toda la biología.
Lo simple nos hace descubrir grandes verdades; casi siempre el secreto de la verdad está en las cosas sencillas.
No es fácil entender una sociedad compleja,
organizada por hombres oprimidos, deformados en su naturaleza desde el
momento en que nacieron, y condenados desde sus mismas raices. ¿Qué nos
enseñó el niño? En una atmósfera acorde a sus necesidades vitales, el
niño muestra rasgos distintos de lo que uno imaginaría. Es una prueba
viva de que el hombre puede cambiar y mejorar desde sus más tempranos
orígenes. Pero hay que cambiar el mundo de los adultos. Debemos unirnos,
salir en busca del niño, tenerle fe, construir un clima adecuado para
él, y así cambiar nosotros mismos.
El niño es, pues, la promesa de redención
para toda la humanidad, como lo simboliza la mística navideña. Basta de
considerar al niño como el hijo del hombre; debemos pensarlo como su
creador y padre, como el que indica el camino para una vida superior y
nos muestra la luz. Hay que ver en el niño al padre del hombre, un padre
capaz de crear una humanidad mejor. Por lo tanto, nuestra tarea es
servir al niño y crear una atmósfera que satisfaga sus requerimientos.
Si le brindamos un medio así, podremos ver
cómo progresa. Me gustaría mencionar algunos puntos directamente
relacionados con nuestra vida. El niño nos ha demostrado tener instintos
que creíamos inexistentes. Sorpresivamente, nos ha mostrado un instinto
fundamental: quiere trabajar. Y no nos referimos al trabajo en el
sentido común de la palabra. El niño nos enseña que la laboriosidad no
es una virtud, una obligación que pesa sobre el hombre; no es lo que uno
está forzado a hacer para vivir. El trabajo es un instinto fundamental.
Las enfermedades psíquicas del hombre se
pueden curar con trabajo; es posible acceder a una vida genuinamente
espiritual por medio de él. El trabajo es el arma que librará al hombre
de sus defectos; muchos de los rasgos que observamos en los niños no son
nada frecuentes en los adultos. El hombre nació para trabajar. Ese
instinto de acción es su cualidad más sobresaliente. Tenemos que vivir
de otro modo, pues no todo lo que creemos bueno o malo lo es en
realidad.
Nos parece bueno que un niño se muestre
cariñoso; se dice que la obediencia es la virtud moral por excelencia;
se considera positivo que sea capaz de sentarse quieto y ser
imaginativo. Pero cuando el niño trabaja, todos estos rasgos quedan a un
lado. Y también desaparecen la inconstancia, la pereza, la rebeldía y
la insinceridad. ¿Qué es lo que queda entonces?
Lo que queda es el hombre nuevo, el hombre
que no tiene ninguno de nuestros defectos, sino que trabaja con esmero, y
se cura de todas sus enfermedades.
Este hombre posee cualidades genuinas:
amor, y no apego; disciplina, y no ciega sumisión; capacidad de aplicar
sus conocimientos a la vida práctica, y no una tendencia a estar siempre
en las nubes. El niño nos trae su luz; nos muestra el hombre nuevo, el
hombre moral, y nos enseña el valor de los hábitos simples y regulares,
pues la simpleza y la regularidad son las claves del bienestar.
Hablé de amor. El niño nos ha enseñado
verdades esenciales referentes al amor. La vida de los animales en un
medio natural es una evidencia del amor materno y filial. Hay ciertas
formas de amor que nos son conocidas, pero otras no lo son en tanto no
venga alguien y nos las señale.
El niño nos ha dado muestras sorprendentes
de los distintos tipos de amor, todos relacionados directamente con el
trabajo. La mayoría de nosotros experimentamos ese amor que nos hace
sentir apegados a los demás; pero este es un amor que pasa. Y sin
embargo, sobran razones para pensar en un amor distinto inherente al
espíritu humano, un amor que no es fugaz, que no cambia, que no muere.
El hombre lo expresa cuando dice que ama algo que trasciende los
confines de su familia, cuando habla de su amor a la patria, de su amor a
Dios.
El hombre presiente esta forma más elevada
de amor porque, aunque no lo demuestre en la vida cotidiana, intuye con
el alma cada verdad. Pero en los niños este amor superior fluye como
algo natural y se expresa como un rasgo típico.
Este amor es el fuego interior del hombre, y
nadie puede vivir sin él. No es el simple afecto cariñoso. Les aseguro
que lo presencié y me asombró; es lo que llamé “el amor por el medio”.
¿Qué quiero decir con eso? ¿Cómo es ese amor?
Se supone que a los niños les gustan las
cosas lindas y los colores llamativos. Los objetos bellos y coloridos
les provocan una cierta sensación, pero no amor. Lo que siente es un
fenómeno sensorial, acompañado por un impulso a tener, pues las
sensaciones no son reflejos pasivos, sino que implican una reacción
física.
Es muy común querer poseer algo cuando lo
vemos. La gente, cuanto más tiene, más quiere. Todos experimentan ansias
de posesión, tanto los ricos como los pobres. Pero no tendríamos que
verlo como algo normal, porque se trata de gente enferma.
Hasta existen organizaciones sociales
creadas para despojar a los demás de sus bienes. La sociedad ha generado
vías para que el hombre pueda canalizar sus impulsos de posesión. Las
ansias de poder y la compulsión a la propiedad son características de un
adulto anómalo, no tienen nada que ver con el hombre normal. En el niño
anormal se ve a las claras este impulso por tener. Se la pasa pidiendo
cosas y cuanto más le dan, más quiere tener. Es un niño que no trabaja,
que tiene sensaciones pero no amor.
El amor por el medio esconde el secreto del
progreso humano y la evolución social. Es fácil verlo en gente que ha
sobrevivido a las vicisitudes de la vida, que ha sabido mantener la
integridad o la ha redescubierto en su interior. El hombre que ama el
medio desea aprender, estudiar, trabajar. Pero entonces, ¿cual es la
diferencia entre el amor por las posesiones y el amor que lleva al
conocimiento?
El amor impulsa al hombre a aprender.
Genera un contacto íntimo productivo entre el espíritu humano y aquello
que se ama. El resultado es trabajo, vida, y un desarrollo humano
normal. Gracias al amor, el ser humano estudia objetos que a la mayoria
de nosotros nos causan repulsión. En Estados Unidos hubo un hombre que
sintió este tipo de amor por las serpientes y dedicó la vida entera a su
estudio. No importa cuál sea el objeto de tal amor. Lo que interesa es
que el amor impulsa al hombre a pensar, a producir, a trabajar. Todos
los logros de la civilización se deben al esfuerzo humano. Los hombres
que aman su medio son los artífices de cada cosa nueva que surge; como
el pan, las viviendas, los muebles y demas creaciones. Todo lo que hay
en el medio social es el resultado de alguna forma de trabajo.
Los que saben por experiencia propia lo que
es el amor son unos privilegiados. Cuando un hombre experimenta un
intercambio espiritual con un objeto, aflora algo de lo más hondo de su
interior: la dignidad humana.
El amor es el instinto que guía nuestras
acciones. Hasta los animales tienen ese instinto. Si el hombre carece de
él, hay que inculcárselo para que lleve una vida normal. En vez de
estar absorto en su trabajo, se cansará, y más que amor sentirá odio. El
cansancio y el odio son la sombra negra que arroja el ansia de
posesión, que obnubila a los hombres. Las faltas del hombre son fruto
del odio.
La gente se empecina en enseñarles a los
niños buenos modales, pero si uno les permite un crecimiento normal, se
convierten en seres adorables y amables, que tratan a los demás con
natural cortesía. Las normas de buen comportamiento tradicionales se
hacen superfluas ante una sensibilidad espiritual refinada. Ahora bien:
si no existe tal sensibilidad, no quedará más remedio que aprender a
portarse “como se debe” por medio de los libros. Las reglas externas de
conducta se tornan necesarias únicamente cuando el hombre es frío e
insensible. En ese caso todo debe ser enseñado; todo es un peso que
debemos cargar. Somos esclavos, nos tienen que instruir para que, sólo
con gran esfuerzo, podamos amarnos unos a otros. Es imposible querer a
los demás en una atmósfera donde reina el odio.
Las ansias de poder y posesión nos
esclavizan, y en vez de habitar un mundo de paz y justicia, formamos
parte de una sociedad humana en la cual todos se ocultan tras sus
máscaras para poder vivir. El trabajo, que debería ser fuente de
alegria, se convierte en una carga pesada. Recordemos la maldición que
recayó sobre Adán: “Te ganaras el pan con el sudor de tu frente”.
Si de niño hubiera recibido la atención y
el trato adecuados, el adulto no habría tomado por el camino erróneo y
amaría su medio y su trabajo. Sería un hombre normal. El amor es un
objetivo, no el punto de partida. No tiene sentido que nos den sermones
acerca del amor; la fuerza de voluntad no basta para generar amor. Hace
falta una moral sana. Ha habido seres excepcionales que demostraron que
semejante amor es posible; San Francico de Asís, por ejemplo.
Ahora que vislumbramos lo que una persona
normal puede llegar a ser, tenemos razones para creer que algún día toda
la humanidad será mejor, sera normal. Hay una sensación espiritual que
eleva al hombre, que le muestra indicios de su gloria: su amor por el
medio. Este despertar divino lo incita a perseguir un fín místico: la
creación de una supernaturaleza.
El hombre debe conquistar la Tierra. Si no
experimentó un desarrollo normal, lo hará a traves de la violencia y el
odio. Si creció como un hombre verdaderamente normal, hallará en sus
esfuerzos el secreto de la felicidad y la salud. El hombre tiene que
obedecer las leyes que rigen su vida, pero estas yacen ocultas, casi que
primero deberá encontrarlas.
MARÍA MONTESSORI
Discurso publicado en el libro Educación y Paz.