24.7.20

LA IMPORTANCIA DE LA EDUCACIÓN EN LA CONSECUCIÓN DE LA PAZ, por María Montessori

PRIMERA DISERTACIÓN. Discurso pronunciado en la Escuela Internacional de Filosofia de Amersfoort el 28 de diciembre de 1937.
El profesor Jordan me pidió que en vez de dar una serie de disertaciones como si esta fuera un aula, aprovechara la oportunidad de estar aquí para establecer un contacto espiritual con ustedes y describirles lo que siento cuando trabajo con niños.
Cuando estoy rodeada de niños no adopto la postura de una científica, una teórica. Cuando estoy con niños soy nadie, y no hay mayor privilegio para mí que olvidarme de que existo, pues esa es la única manera de ver cosas que me perdería si fuera alguien, cosas pequeñas y simples, pero que constituyen verdades preciosas. No siempre es imperioso ver lo grande, pero sí es indispensable conocer el nacimiento de las cosas. Cuando se originan son como chispas, fáciles de reconocer apenas surge algo nuevo. Luego se convierten en una luminosidad asombrosa que nos permite comprender el intrincado laberinto de la vida social de los adultos.
El niño es un embrión espiritual que se desarrolla espontáneamente, y si lo estudiamos desde sus cimientos nos develará muchos secretos. Hoy, la vida en sociedad es extremadamente compleja, y está plagada de fallas y contradicciones incomprensibles. Vivimos tiempos sombríos, nuestro espiritu vaga en las tinieblas. Se ha hecho realidad la profecía bíblica que decía: “Y llegará el día en que la oscuridad nos devore”. Los fenómenos que nos rodean nos resultan impenetrables. Nos es imposible comprender los orígenes del mundo exterior, ese que el hombre mismo ha creado y sigue construyendo. El mundo en donde nos encontramos es una maravilla gracias a los descubrimientos de la ciencia, pero mientras disfrutamos de la luz que irradian estos logros exteriores; tenemos el espíritu envuelto en las tinieblas.
Aunque el hombre actual ejerza sus poderes sobre la naturaleza y más allá de ella, aunque sea capaz de recorrer enormes distancias, aunque domine las energías del universo, no deja de ser una criatura aturdida, aterrada. El hombre contemporáneo es como un niño perdido en el bosque. No lo asusta lo que ve o los animales ocultos que pueda haber; lo que le da miedo son las pequeñeces, el ruido de las hojas y el eco de pasos espectrales. Se aterroriza por cosas que en realidad no existen.
El hombre precisa tranquilidad espiritual y paz; necesita luz. ¿Quién tendría algo de luz para darle?
Ni siquiera los libros más modernos nos iluminan el camino. Obviamente, en su búsqueda de las causas de los sucesos que lo rodeaban, el hombre ha aprendido mucho acerca de su medio. Se ha adueñado de todos los secretos de la naturaleza y todas sus energías. Pero todavía hay algo que le resta conocer, y eso que desconoce es el hombre mismo.
No acabaríamos nunca si intentásemos enumerar todos los descubrimientos del hombre en el mundo físico. ¿Pero cuánto ha descubierto acerca de sí mismo, de su vida, sus objetivos, o de la verdad y el error?
Una y otra vez se dejó llevar por la intuición. El mundo ha cambiado, ¿pero en qué se ha modificado el hombre?, ¿en qué sentimiento?, ¿en cuál de sus prejuicios?
El hombre sigue siendo un misterio, como lo ilustra el titulo del libro “El hombre, ese desconocido”. El alma humana es un enigma. No ha dejado de ser algo ignorado que habita en el reino de lo desconocido. Ni siquiera la psicología pudo echar luz sobre el misterio para sacarnos de esta oscuridad.
La psicología sólo tuvo en cuenta fenómenos aislados del subconsciente y perdió de vista la esencia, la verdad. Interpretar hechos separados no basta para desentrañar la incógnita del hombre, ese desconocido. ¿Pero acaso la naturaleza misma del hombre lo condena a no saber absolutamente nada de sí?
Yo me opongo, digo que no tiene por que ser así. Pero debo agregar que el hombre, si es reprimido, tal vez no deje nunca de ignorar su esencia. Y no somos nosotros los que le podemos mostrar qué es.
Hay una verdad que debe ser repetida una y otra vez. Sólo el niño es capaz de revelarnos los secretos de la vida espiritual del hombre. Y a fin de acoger semejante revelación, los adultos deben dejar de existir, vaciarse por completo y dejar Iugar al niño para que penetre y Ilene ese vacío.
El niño, ese embrión espiritual, se nos revela a los adultos y nos guía en el laberinto. El niño es la luz que disipa las sombras que nos rodean.
Con la biología ocurrió algo similar. ¿Cómo es posible comprender un organismo si para estudiarlo se espera a que esté completamente desarrollado? Sólo llegamos a entender la formación de los organismos cuando se inventó el microscopio y los biólogos comenzaron a investigar la division celular. La luz de la embriología alumbró a toda la biología.
Lo simple nos hace descubrir grandes verdades; casi siempre el secreto de la verdad está en las cosas sencillas.
No es fácil entender una sociedad compleja, organizada por hombres oprimidos, deformados en su naturaleza desde el momento en que nacieron, y condenados desde sus mismas raices. ¿Qué nos enseñó el niño? En una atmósfera acorde a sus necesidades vitales, el niño muestra rasgos distintos de lo que uno imaginaría. Es una prueba viva de que el hombre puede cambiar y mejorar desde sus más tempranos orígenes. Pero hay que cambiar el mundo de los adultos. Debemos unirnos, salir en busca del niño, tenerle fe, construir un clima adecuado para él, y así cambiar nosotros mismos.
El niño es, pues, la promesa de redención para toda la humanidad, como lo simboliza la mística navideña. Basta de considerar al niño como el hijo del hombre; debemos pensarlo como su creador y padre, como el que indica el camino para una vida superior y nos muestra la luz. Hay que ver en el niño al padre del hombre, un padre capaz de crear una humanidad mejor. Por lo tanto, nuestra tarea es servir al niño y crear una atmósfera que satisfaga sus requerimientos.
Si le brindamos un medio así, podremos ver cómo progresa. Me gustaría mencionar algunos puntos directamente relacionados con nuestra vida. El niño nos ha demostrado tener instintos que creíamos inexistentes. Sorpresivamente, nos ha mostrado un instinto fundamental: quiere trabajar. Y no nos referimos al trabajo en el sentido común de la palabra. El niño nos enseña que la laboriosidad no es una virtud, una obligación que pesa sobre el hombre; no es lo que uno está forzado a hacer para vivir. El trabajo es un instinto fundamental.
Las enfermedades psíquicas del hombre se pueden curar con trabajo; es posible acceder a una vida genuinamente espiritual por medio de él. El trabajo es el arma que librará al hombre de sus defectos; muchos de los rasgos que observamos en los niños no son nada frecuentes en los adultos. El hombre nació para trabajar. Ese instinto de acción es su cualidad más sobresaliente. Tenemos que vivir de otro modo, pues no todo lo que creemos bueno o malo lo es en realidad.
Nos parece bueno que un niño se muestre cariñoso; se dice que la obediencia es la virtud moral por excelencia; se considera positivo que sea capaz de sentarse quieto y ser imaginativo. Pero cuando el niño trabaja, todos estos rasgos quedan a un lado. Y también desaparecen la inconstancia, la pereza, la rebeldía y la insinceridad. ¿Qué es lo que queda entonces?
Lo que queda es el hombre nuevo, el hombre que no tiene ninguno de nuestros defectos, sino que trabaja con esmero, y se cura de todas sus enfermedades.
Este hombre posee cualidades genuinas: amor, y no apego; disciplina, y no ciega sumisión; capacidad de aplicar sus conocimientos a la vida práctica, y no una tendencia a estar siempre en las nubes. El niño nos trae su luz; nos muestra el hombre nuevo, el hombre moral, y nos enseña el valor de los hábitos simples y regulares, pues la simpleza y la regularidad son las claves del bienestar.
Hablé de amor. El niño nos ha enseñado verdades esenciales referentes al amor. La vida de los animales en un medio natural es una evidencia del amor materno y filial. Hay ciertas formas de amor que nos son conocidas, pero otras no lo son en tanto no venga alguien y nos las señale.
El niño nos ha dado muestras sorprendentes de los distintos tipos de amor, todos relacionados directamente con el trabajo. La mayoría de nosotros experimentamos ese amor que nos hace sentir apegados a los demás; pero este es un amor que pasa. Y sin embargo, sobran razones para pensar en un amor distinto inherente al espíritu humano, un amor que no es fugaz, que no cambia, que no muere. El hombre lo expresa cuando dice que ama algo que trasciende los confines de su familia, cuando habla de su amor a la patria, de su amor a Dios.
El hombre presiente esta forma más elevada de amor porque, aunque no lo demuestre en la vida cotidiana, intuye con el alma cada verdad. Pero en los niños este amor superior fluye como algo natural y se expresa como un rasgo típico.
Este amor es el fuego interior del hombre, y nadie puede vivir sin él. No es el simple afecto cariñoso. Les aseguro que lo presencié y me asombró; es lo que llamé “el amor por el medio”. ¿Qué quiero decir con eso? ¿Cómo es ese amor?
Se supone que a los niños les gustan las cosas lindas y los colores llamativos. Los objetos bellos y coloridos les provocan una cierta sensación, pero no amor. Lo que siente es un fenómeno sensorial, acompañado por un impulso a tener, pues las sensaciones no son reflejos pasivos, sino que implican una reacción física.
Es muy común querer poseer algo cuando lo vemos. La gente, cuanto más tiene, más quiere. Todos experimentan ansias de posesión, tanto los ricos como los pobres. Pero no tendríamos que verlo como algo normal, porque se trata de gente enferma.
Hasta existen organizaciones sociales creadas para despojar a los demás de sus bienes. La sociedad ha generado vías para que el hombre pueda canalizar sus impulsos de posesión. Las ansias de poder y la compulsión a la propiedad son características de un adulto anómalo, no tienen nada que ver con el hombre normal. En el niño anormal se ve a las claras este impulso por tener. Se la pasa pidiendo cosas y cuanto más le dan, más quiere tener. Es un niño que no trabaja, que tiene sensaciones pero no amor.
El amor por el medio esconde el secreto del progreso humano y la evolución social. Es fácil verlo en gente que ha sobrevivido a las vicisitudes de la vida, que ha sabido mantener la integridad o la ha redescubierto en su interior. El hombre que ama el medio desea aprender, estudiar, trabajar. Pero entonces, ¿cual es la diferencia entre el amor por las posesiones y el amor que lleva al conocimiento?
El amor impulsa al hombre a aprender. Genera un contacto íntimo productivo entre el espíritu humano y aquello que se ama. El resultado es trabajo, vida, y un desarrollo humano normal. Gracias al amor, el ser humano estudia objetos que a la mayoria de nosotros nos causan repulsión. En Estados Unidos hubo un hombre que sintió este tipo de amor por las serpientes y dedicó la vida entera a su estudio. No importa cuál sea el objeto de tal amor. Lo que interesa es que el amor impulsa al hombre a pensar, a producir, a trabajar. Todos los logros de la civilización se deben al esfuerzo humano. Los hombres que aman su medio son los artífices de cada cosa nueva que surge; como el pan, las viviendas, los muebles y demas creaciones. Todo lo que hay en el medio social es el resultado de alguna forma de trabajo.
Los que saben por experiencia propia lo que es el amor son unos privilegiados. Cuando un hombre experimenta un intercambio espiritual con un objeto, aflora algo de lo más hondo de su interior: la dignidad humana.
El amor es el instinto que guía nuestras acciones. Hasta los animales tienen ese instinto. Si el hombre carece de él, hay que inculcárselo para que lleve una vida normal. En vez de estar absorto en su trabajo, se cansará, y más que amor sentirá odio. El cansancio y el odio son la sombra negra que arroja el ansia de posesión, que obnubila a los hombres. Las faltas del hombre son fruto del odio.
La gente se empecina en enseñarles a los niños buenos modales, pero si uno les permite un crecimiento normal, se convierten en seres adorables y amables, que tratan a los demás con natural cortesía. Las normas de buen comportamiento tradicionales se hacen superfluas ante una sensibilidad espiritual refinada. Ahora bien: si no existe tal sensibilidad, no quedará más remedio que aprender a portarse “como se debe” por medio de los libros. Las reglas externas de conducta se tornan necesarias únicamente cuando el hombre es frío e insensible. En ese caso todo debe ser enseñado; todo es un peso que debemos cargar. Somos esclavos, nos tienen que instruir para que, sólo con gran esfuerzo, podamos amarnos unos a otros. Es imposible querer a los demás en una atmósfera donde reina el odio.
Las ansias de poder y posesión nos esclavizan, y en vez de habitar un mundo de paz y justicia, formamos parte de una sociedad humana en la cual todos se ocultan tras sus máscaras para poder vivir. El trabajo, que debería ser fuente de alegria, se convierte en una carga pesada. Recordemos la maldición que recayó sobre Adán: “Te ganaras el pan con el sudor de tu frente”.
Si de niño hubiera recibido la atención y el trato adecuados, el adulto no habría tomado por el camino erróneo y amaría su medio y su trabajo. Sería un hombre normal. El amor es un objetivo, no el punto de partida. No tiene sentido que nos den sermones acerca del amor; la fuerza de voluntad no basta para generar amor. Hace falta una moral sana. Ha habido seres excepcionales que demostraron que semejante amor es posible; San Francico de Asís, por ejemplo.
Ahora que vislumbramos lo que una persona normal puede llegar a ser, tenemos razones para creer que algún día toda la humanidad será mejor, sera normal. Hay una sensación espiritual que eleva al hombre, que le muestra indicios de su gloria: su amor por el medio. Este despertar divino lo incita a perseguir un fín místico: la creación de una supernaturaleza.
El hombre debe conquistar la Tierra. Si no experimentó un desarrollo normal, lo hará a traves de la violencia y el odio. Si creció como un hombre verdaderamente normal, hallará en sus esfuerzos el secreto de la felicidad y la salud. El hombre tiene que obedecer las leyes que rigen su vida, pero estas yacen ocultas, casi que primero deberá encontrarlas.
MARÍA MONTESSORI
Discurso publicado en el libro Educación y Paz.