Los incentivos externos saturan los sentidos, empachan y anestesian la capacidad de saborear lo lento de lo ordinario.
Qué curioso que el niño de 18 meses vaya 
corriendo hacía el enchufe y tire del mantel sin que tengamos que 
prometerle recompensas a cambio. Ni los castigos, ni los más severos, 
pueden contra el poderoso deseo de conocer, ese asombro, esa curiosidad 
innata que lleva en sí el joven aprendiz. “En cada una de esas 
deliciosas cabezas se estrena el mundo por primera vez, como en el 
séptimo día de la creación”, decía Chesterton. Cabe preguntarnos lo que 
ocurre años después y adonde se marchitó el interés para aprender, que 
hace elucubrar a tantos gurús de la educación sobre los métodos más 
indicados para paliar su ausencia.
Estamos asistiendo a un desencanto por la
 educación formal, que desencadena un juicio en el que se la acusa de 
mecanicismo y de conductismo, por lograr sus objetivos cortoplacistas a 
través de premios y castigos externos que nunca llegan, como es lógico, a
 modelar el interior de la persona. Con razón, se salta con entusiasmo 
al mantra del protagonismo del alumno en el aprendizaje. Pero habrá que 
ver si todos entendemos lo mismo por ello y si los medios que se 
proponen son los adecuados para revertir la situación. Montessori ya 
decía que no era lo mismo que el niño quiera hacer todo lo que hace, que
 dejarle hacer todo lo que quiere. Menudo matiz.
Cabe ampliar la mirada y preguntarse por 
el papel que tienen esas gafas en dos dimensiones a través de las cuales
 los niños estrenan la realidad, como lo hacían aquellos personajes 
encadenados de la caverna de Platón que se contentaban con las sombras. 
¿Son reales aquellas sombras? Por supuesto, pero empobrecidas 
reducciones de la realidad. Es curioso que el cine en tres dimensiones 
nos emocione tanto —quizás anhelamos secretamente re-inventar el 
teatro—, mientras nos empeñamos en quitar la tercera dimensión de la 
vida misma, convirtiendo el mundo en un lugar plano y sin profundidad, 
con más pantallas que ventanas.
Cabe levantar la mirada. Cabe preguntarse
 por el efecto de desplazar el locus de control —ese secreto lugar desde
 el que arranca la acción de cada uno— hacía fuera de la persona, 
convirtiendo al niño en un periférico más y el aula en una diversión 
continua. Con ese parche, ¿no estaríamos generando más de lo mismo, es 
decir un conductismo disfrazado de apetecible? Denunciamos el rígido 
proceso educativo que llena al niño como si fuera un cubo vacío. ¿Y si 
fuera el mismo niño ahora el que se llena a sí mismo —”a ver lo que me 
echan”— de todo aquello que encuentra navegando felizmente? ¿Eso nos 
pasará por confundir diversión con juego, o fascinación con asombro?
Hace miles de años, Platón dijo que 
educar es ayudar a desear lo bello. Hace unos años, Steve Jobs dijo que 
había que diseñar los teléfonos inteligentes de forma que le entren 
“ganas al usuario de lamerlos”. ¿Que sobre gustos no hay nada escrito? 
Sobre belleza hay mucho escrito, lo que pasa es que la generación que 
viene lee muy poco. Como decía Gisela, en el opera de Chaikovski del 
mismo nombre, “¿cómo puedo desear ardientemente lo que solo puedo ver 
confusamente?”
Y si volviésemos a la primera causa de 
todas y nos preguntáramos: ¿Dónde marchitó aquel asombro? ¿Y si la sed 
de aprender se hubiera ahogado en un océano de información sin sentido, 
en un bombardeo de estímulos externos compuestos por ruidos, contenidos y
 horarios que no respetan el orden interior de los niños, y por qué no 
decirlo también, de nosotros sus padres? Para que la sed sea sostenible,
 es preciso dejar beber poco a poco a la persona de una fuente que se 
ajuste a sus necesidades reales. ¿Hay que sorprenderse si uno se ahoga 
intentando tomar un sorbo de una boca de incendio? El asombro es lento, 
saborea la realidad a la que se acerca por primera vez, o como si fuera 
por primera vez. En cambio, los estímulos externos que saturan los 
sentidos empachan, embotan, anestesian el deseo, la sensibilidad y la 
capacidad de saborear la dimensión estética y lo lento de lo ordinario.
Ya lo decía Christakis, el neuropediatra 
con más publicaciones científicas sobre el efecto pantalla: “Una 
exposición prolongada a cambios rápidos de imágenes durante el periodo 
crítico de desarrollo condiciona la mente a niveles de estímulos más 
altos, lo que lleva a una falta de atención más adelante en la vida”. En
 otras palabras, la mente del niño se acostumbra a una realidad que no 
existe normalmente en la vida real. Y entonces, cuando la mente del niño
 o del adolescente vuelve a experimentar la vida ordinaria real, todo le
 parece extraordinariamente aburrido o agobiante, porque no puede ver la
 belleza en la vida cotidiana. Como no capta la belleza, el niño no se 
siente atraído por nada y se distrae fácilmente —la distracción es lo 
opuesto a la atracción—, haciéndose así completamente dependiente del 
entorno externo. Como decía Edith Stein, uno siente esta insensibilidad 
como algo que no está de acuerdo con lo que debiera ser la realidad, y 
eso hace sufrir, o agobia.
Ante el embote y la insensibilidad, el 
umbral de sentir del niño sube a niveles dramáticamente altos, lo que le
 deja en un estado que oscila entre la apatía, la hiperactividad y la 
inatención. En un desesperado intento de reconectar con la realidad, el 
niño busca compulsivamente y a ciegas sensaciones nuevas, que le 
introducen en un círculo vicioso que le desconecta aún más de la 
lentitud de la realidad y le impide dejarse medir por ella.
Ahora bien, aprender consiste 
esencialmente en dejarse medir por lo real. Y la principal condición que
 favorece esa introducción en la realidad total es la atención 
sostenida, que no es lo mismo que la fascinación ante estímulos 
llamativos e intermitentes, por mucho que algunos los llamen “métodos 
activos de aprendizaje”. Si esos métodos están fundamentados en llamar 
la atención de forma artificial, en el mejor de los casos paliarán la 
ausencia del interés por aprender, pero no irán más allá. Es preciso 
volver a la causa, la primera de todas: el asombro. Ya lo profetizó 
Chesterton cuando dijo que “el mundo nunca tendrá hambre de motivos para
 asombrase; pero si tendrá hambre de asombro”. La educación en el 
asombro es un intento de dar la vuelta a la profecía de Chesterton para 
que, en el medio de tantas distracciones, nuestros hijos puedan otra vez
 asombrarse ante lo irresistible de la belleza que les rodea.