En cada una de esas deliciosas cabezas, decía Chesterton
refiriéndose a los niños, hay un universo recién estrenado como lo fue
el séptimo día de la creación. Así ven el mundo los ojos asombrados de
nuestros pequeños, porque “no dan nada por supuesto”. Los niños no
creen ni dejan de creer en los milagros, porque para ellos todo es un
milagro. Y nosotros los adultos, ¿nos asombramos? Cuando nos despertamos
esta mañana, ¿nos asombramos al ver a la persona que estaba a nuestro
lado? ¿La vimos como si fuera por primera vez? ¿O por última? Cuesta.
Nos cuesta ver el mundo con ojos nuevos, porque lo tenemos muy visto.
Los niños se asombran porque ven el mundo literalmente por
primera vez. Cada vez que miran por la ventana y ven el cielo es como
si el cielo se estrenara ante ellos. Los adultos, en cambio, tendemos a
pensar que las cosas y las personas existen porque nos las merecemos. La
sociedad del hiperconsumo, de la inmediatez y del bienestar ha
contribuido a anestesiar nuestro sentido del asombro. El que lo tiene
todo acaba creyendo que el mundo debe comportarse a su antojo. Como es
lógico, una sociedad en la que cada persona se considera el centro del
universo es una sociedad enferma, insensible e ingobernable. Es la
sociedad de las quejas y de las revueltas continuas. La pérdida del
asombro lleva a la cultura de la autosuficiencia, que hace ignorar la
fragilidad del ser humano, a la del cinismo, que hace pensar que todo le
es debido, y a la de la indignación y del victimismo, que lleva al
resentimiento vengativo e insolidario.
Mientras los países del hemisferio sur estaban ya en
guerra contra epidemias sucesivas de dengue, de zika, de fiebre amarilla
y de malaria con cientos de millones de personas afectadas desde el
2017, el coronavirus llegó por sorpresa a los países del norte,
convirtiéndose en una pandemia con consecuencias terribles.
Ojalá esa tragedia sea por lo menos una oportunidad para
volver a lo esencial, para agradecer y valorar lo que tenemos. No, los
huevos no vienen del supermercado, la calefacción no proviene del
radiador y las ayudas del Estado no vienen del Estado (sino de cada uno
de los que pagamos honradamente nuestros impuestos). Detrás de una
comida caliente, de un cuidado sanitario, de una tecnología que funciona
o de una ayuda social hay una cadena de personas estudiando y
trabajando de día y de noche. Quizás esta crisis sea una oportunidad
para entender el poder del alcance silencioso de cada uno de nuestros
gestos. Detrás de un gesto en el hogar o en el trabajo, hay miles de
personas que viven mejor, o que siguen vivas. Quizás sea también una
ocasión para empatizar y darnos cuenta de la soledad de nuestros
ancianos, a los que tanto debemos. En pocos días, un virus invisible
consiguió que el mundo entero se arrodillara de golpe. En medio de tanta
desgracia, quién sabe si se aplanará también la curva de la soberbia de
pensar que dominábamos el mundo, o que íbamos a arreglarlo gritándonos
unos a otros. Quizás sea el tiempo de darnos cuenta del valor del
silencio y del tiempo dedicado a nuestros seres queridos. Quizás sea una
ocasión para dejar de tener tanta fe en las promesas de inmortalidad
que nos ofrecen la ciencia y la tecnología, y para aspirar a una
perfección de la que sí somos capaces, una perfección más humana. Caer
en la cuenta de nuestra miseria, vulnerabilidad y fragilidad no
solamente es compatible con esa perfección, sino que podría ser el
camino para alcanzarla, porque es precisamente esa condición que nos
hace ser más solidarios y compasivos. Aunque parezca paradójico, la
perfección del ser humano pasa por la toma de conciencia de que no lo
es.
El confinamiento pondrá a prueba nuestra interioridad. Un
silencio interior que, según Tagore, el gran poeta filósofo bengalí,
buscamos ahogar en la multitud. En un estudio publicado en el 2014 en la
revista Science , el 25% de las mujeres y el 67% de los hombres
prefieren autoadministrarse un calambre a permanecer sentados de seis a
quince minutos en una habitación vacía sin otra distracción que sus
propios pensamientos. Blaise Pascal decía que “todos los problemas de la
humanidad provienen de la incapacidad del hombre de estar en silencio a
solas en su habitación”. Ahora que las calles están vacías del clamor
de la multitud anónima, la vida nos brinda una oportunidad irrepetible
para volver a encontrarnos con nosotros mismos. Nos invita a ocupar el
espacio interior del que habíamos desertado para empacharnos de
estímulos y vivir a remolque de ellos. Sólo desde ese espacio interior
puede brotar el sentido del asombro que nos hace ver el universo como si
fuera recién estrenado. Es el sentido del asombro el que nos hace caer
en la cuenta de que nuestra fragilidad es parte esencial de nuestra
humanidad, que la vida es un regalo y que el mundo es un milagro.