
“Los
 sabios más profundos no han alcanzado nunca la gravedad que habita en 
los ojos de un bebé de tres meses. Es la gravedad de su asombro ante el 
Universo. En cada niño, todas las cosas del mundo son hechas de nuevo y 
el Universo se pone de nuevo a prueba. Cuando paseamos por la calle y 
vemos debajo de nosotros esas deliciosas cabezas, deberíamos recordar 
que dentro de cada una hay un Universo recién estrenado, como lo fue el 
séptimo día de la creación. En cada uno de esos orbes hay un sistema 
nuevo de estrellas, hierba nueva, ciudades nuevas, un mar nuevo….” Chesterton
Los
 niños pequeños se asombran delante de cualquier realidad, por el mero 
hecho que “sea” y se sorprenden delante de cada una de las modalidades 
del “ser” o de las leyes naturales de nuestro mundo: una persona, un 
niño, una niña, una abuela, un señor que pasa en la calle, un bebé, una 
flor, un insecto, una piedra, la luna, una sombra, la gravedad, la luz, 
un sueño, etc.
Los niños se asombran porque no 
consideran el mundo como algo debido, sino que lo ven como un regalo. 
Este pensamiento metafísico, es propio de la persona que constata que 
las cosas son, pero podrían no haber sido. Somos, el mundo es, 
contingente. Si dejamos de existir, el mundo sigue… Sin embargo, 
participamos de algo más grande… el mecanismo natural del asombro es 
precisamente lo que nos permite trascender del cotidiano y llegar a 
ello. Ver lo extraordinario que se esconde en lo ordinario… Lo que nos 
lleva a una actitud de profunda humildad y agradecimiento.