—He oído a una
profesora de Infantil de 3 años decir que tiene problemas para
‘controlar’ a la mitad de niños de la clase. ¿Que con esa edad no
presten atención debería ser una señal de alarma?
—Los niños de 3 años no se
‘controlan’. Se les ayuda a concentrarse y prestar atención rodeándoles
de un entorno donde hay un equilibrio entre sonidos y silencios,
imágenes y ritmos. Ese entorno debe adecuarse a las etapas de la
infancia y respetar su deseo interno de conocer, sin ser invasivo. Una
vez están en ese ambiente ‘preparado’ donde el material tiene una
finalidad concreta, entonces se les deja descubrir espontáneamente. Lo
que ocurre es que hoy hacemos lo contrario de todo eso. Sobreestimulamos
al niño dejándole en un mundo caótico, acelerado y frenético, y luego
pretendemos controlar cada uno de sus pasos.
—Hay padres y madres que se
ofenden cuando los profesores llaman la atención sobre este tipo de
situaciones. ¿No somos aún conscientes del problema ni de las
consecuencias que puede tener a la larga?
—Los niños se encuentran en
lo que llamo “el círculo vicioso de la sobreestimulación”. Cuando
reciben estímulos que no se armonizan con sus ritmos internos, su deseo
de conocer (que es interno) se apaga y pasan a depender de la
estimulación externa para “motivarse”. Entonces andan entre el estado de
ansiedad y de aburrimiento porque buscan sensaciones cada vez más
nuevas y rápidas para aliviar su sed de “juerga sensorial”. La forma de
dar macha atrás a ese proceso es volver a ritmos lentos. Sobreestimular
más solo es un parche. Cuando quitamos el parche, nos encontramos con
los retos de siempre.
—¿Hay forma de competir con la atracción que causan las pantallas en los menores?
—Sí, atrasando la edad de
introducción de las pantallas y dando oportunidades bellas. Prohibir por
prohibir, sin dar oportunidades y explicaciones, solo contribuye a
despertar en el niño el deseo de romper las normas. Llevo 7 años
escribiendo y dando conferencias sobre eso y puedo afirmar que hay dos
tipos de posturas: los que piensan que es una propuesta utópica, y los
que lo han probado, ¡y funciona! Hay que verlo para creérselo, es
posible. Niños con fuerte personalidad, que aprovechan el tiempo, que
leen muchísimo, que tienen interés por aprender y que tienen una
capacidad de atención muy grande. Esos niños son los que serán capaces
de discernir lo que es fake news y lo que no,
porque habrán invertido tiempo en entender el contexto en vez de
perderse en un mar de informaciones descontextualizadas.
—¿Se puede revertir el daño que causa la exposición de los niños a estos dispositivos?
—Los primeros 3 años son periodos críticos del
desarrollo (no del aprendizaje). Esa es la razón por la que la Academia
Americana de Pediatría dice que hasta los 2 años ningún niño debería ver
ninguna pantalla. De momento, sabemos muy poco sobre los efectos de las
pantallas sobre los cerebros en el largo plazo. Sabemos que el uso de
las pantallas en la primera infancia está relacionado con la inatención,
el déficit de aprendizaje, la pérdida de oportunidades para el buen
desarrollo, la impulsividad…, etc. Pero no sabemos hasta qué punto
existe una modificación del cerebro y si esta es permanente. En
cualquier caso, mientras aclaramos esas cuestiones, creo que es preciso
tener una actitud de precaución y de prudencia. Y más si hablamos de
menores.
—La falta de
conciliación laboral y familiar hace que el tiempo en familia sea un
bien escaso. ¿Cómo podemos aprovechar esos ratos en los que padres e
hijos están juntos?
—Llevan años taladrándonos la
cabeza con el argumento de que “lo que cuenta es la calidad, no la
cantidad”. Ojo, la cantidad es importantísima, sobre todo en la primera
infancia, lo que un niño necesita es disponibilidad, para atender a sus
necesidades de base. Eso de que “no hay que hacerse sentir culpable a
los padres” es un argumento paternalista. Yo quiero saber cuales son las
evidencias, y luego tomaré mis decisiones responsables y decidiré si
quiero o no sentirme culpable. No quiero que otros hagan de filtros a lo
que debo saber.
—Hay niños apuntados
desde pequeños a clases de inglés, fútbol, ballet… con agendas más
apretadas que un adultos. ¿Qué opina de las extraescolares? ¿Benefician o
perjudican a los menores?
—Depende de la edad. En
educación infantil, no tienen demasiado sentido, a no ser que se hagan
con los padres o en el hogar una vez a la semana, por ejemplo. En
primaria, no hay contraindicación, pero con moderación. No tiene sentido
que el niño se pase 10 horas en clase, en permanencia y en bus, para
luego empalmar con 2 o 3 horas más en una actividad dirigida. Si sumamos
el tiempo de la cena y de los deberes, entonces no queda tiempo para
estar en familia, para jugar, leer, pensar… En la mayoría de los casos,
los extraescolares existen porque tenemos que colocar a nuestros hijos
en alguna actividad mientras trabajamos. Ese es un problema estructural
muy grande.
—Antes se hacía lo
que se había hecho “toda la vida”. Ahora se habla de crianza con apego,
disciplina positiva, método Montessori, Waldorf… Con tantas corrientes
educativas y el acceso a una información que antes no existía, ¿la
presión para los padres es mayor?
—La crianza con apego de
verdad (que básicamente es atender a las necesidades básicas del niño a
tiempo, todo lo demás es adorno prescindible) es lo que se ha hecho toda
la vida. Los demás métodos, pues son estilos educativos concretos, son
formas de ver la educación que uno puede o no compartir. Lo que hemos de
saber es que la educación nunca es neutra y todos esos métodos se
apoyan en una filosofía concreta, que puede o no cuadrar con la nuestra.
Por eso es tan importante conocer esas filosofías, y luego gozar de la
libertad educativa que nos permita escoger un método u otro. Por
desgracia, ahora quienes gozan de esa libertad son quienes tienen dinero
para poder escoger. La libertad educativa no debería tener que pagarse.
—Hay quién critica estas metodologías porque creen que tienen normas laxas al contar más con los niños.
–Cada padre educa como le da
la santa gana. Por ejemplo, yo no soy de la escuela “laxa”, no soy ni
naturalista, ni rousseauniana, o de los que piensan que el niño tiene
todo en sí para desarrollarse por sí solo como lo haría una planta. Creo
en el papel de la educación. Pero no soy conductista, ni mecanicista,
no creo que la educación sea llenar un vaso, no entiendo la jerarquía
como fuente de conocimiento. La educación que no cuenta con el niño y
que no da sentido a los aprendizajes, no es educación, es
adiestramiento.
—¿Qué diría a los que advierten de no “malcriar” a los bebés, cogiéndolos demasiado en brazos, por ejemplo?
—La teoría del apego no es
naturalista. Atender a las necesidades del niño durante los primeros dos
años no es “malcriarlo”, porque un niño de menos de 2 años no tiene
caprichos, solo necesidades. Reclama que atendamos sus necesidades
básicas a tiempo. Si lo hacemos, desarrolla un paradigma de confianza
hacia el mundo; si no, de desconfianza. A partir de los 2 años, el niño
con apego seguro es autónomo y capaz de obedecer a su principal
cuidador, porque confía en él o en ella. La obediencia entendida como
“orden y mando” no concibe esa forma de ver la educación.
—Usted defiende la educación personalizada. Con clases de 25 alumnos y un solo profesor, ¿es posible?
—En educación infantil no. Lo
digo sin matices, porque es una etapa en la que la atención personal
del educador es clave. En las otras etapas, depende. Para poder atender a
cada niño de forma personalizada, hay que educar la mirada desde la
mirada. Si en cada clase hay tres plazas reservadas para niños con
necesidades de educación especial (me parece muy importante atender a la
diversidad, pero es preciso tener en cuesta el esfuerzo añadido que eso
supone para el profesor y exigir cosas realistas), si la mitad de la
clase está constantemente alborotada y el maestro pasa la mayoría de su
tiempo resolviendo conflictos en el aula, pues difícilmente podríamos
hablar de educación personalizada. Así que hoy por hoy, la educación
personalizada es ‘educating’ (marketing educativo) en muchas escuelas.
—¿Qué rol pueden jugar las tabletas y los ordenadores en ese aspecto?
—Los ordenadores sirven para
muchas cosas, pero no sirven para dar una educación personalizada. No
confundamos educación individualizada con educación personalizada. La
educación personalizada se apoya en la idea de que cada niño es único y
tiene esquemas mentales propios, voluntad propia, libertad, anhelos y
sed de sentido. La educación individualizada es la que ocurre cuando los
algoritmos del ordenador dan un orden individual al que teclea. Los
ordenadores no tienen sensibilidad.
—¿Cuál es el mejor regalo que le podemos hacer a un niño pequeño?
—Tiempo exclusivo con cada
hijo, a solas y sin pantallas. Treinta minutos cada noche a la llegada
del colegio o a la hora de dormir y cuarenta minutos cada semana en un
lugar fuera del hogar. Eso hace milagros.
—Desde 2012 ha educado en el asombro y en la realidad a miles de familias. ¿Cómo se lleva esa gran responsabilidad?
—No me gusta demasiado pensar
en esos términos. En realidad, no tengo seguidores, tengo lectores
inteligentes, gente que discrepa conmigo en algunas cosas, que está de
acuerdo conmigo en otras.
—¿Deberíamos leer a gente con las que discrepamos sobre cuestiones educativas?
—Desde luego. El que es
incapaz de leer a alguien con el que discrepa, no es que sea demasiado
convencido de lo suyo, es sencillamente un fanático. Por eso hay tanto
debate alrededor de la libertad de expresión ahora, porque hay tantos
fanáticos. Hemos de reconocer que cada ser humano tiene una percepción
distinta del universo. Ser convencida de tu visión del mundo no es algo
malo. En cambio, el fanatismo es no aceptar que pueda haber personas que
vivan en universos distintos al tuyo. Las redes no ayudan porque son
nidos de fanáticos.
—Y, para terminar,
aunque rechaza la existencia de ‘recetas mágicas’, dígame cuáles son las
principales claves para que los niños no pierdan o incluso recuperen el
asombro innato que tienen.
—Dejar a los niños ser niños.
Ahora hay una cuestión que me preocupa mucho. Deberíamos hacer una
encuesta para medir cuántos niños ahora mismo están en los institutos
usando las palabras “progres”, “facha”, “comunista” o “nazista” para
insultarse unos a otros, sin entender lo que significan eso términos.
Reproducen de forma mecánica los fanatismos y los prejuicios de sus
educadores (muchas veces ignorantes del contexto histórico en el que
nacieron esas expresiones). Ya está bien de convertirlos en pequeños
“militantes políticos” desde los 5 años. Si no somos lo suficiente
maduros como adultos como para poner freno a ese sinsentido y seguimos
trasmitiendo ese odio y ese fanatismo a toda la generación que nos
sigue, todo eso puede acabar muy mal. El progreso verdadero empieza por
el dominio de uno mismo, no de los pensamientos de los demás.