20.8.20

En cada una de esas deliciosas cabezas, decía Chesterton refiriéndose a los niños, hay un universo recién estrenado como lo fue el séptimo día de la creación. Así ven el mundo los ojos asombrados de nuestros pequeños, porque “no dan nada por supuesto”. Los ­niños no creen ni dejan de creer en los milagros, porque para ellos todo es un milagro. Y nosotros los adultos, ¿nos asombramos? Cuando nos despertamos esta mañana, ¿nos asombramos al ver a la persona que estaba a nuestro lado? ¿La vimos como si ­fuera por primera vez? ¿O por última? Cuesta. Nos cuesta ver el mundo con ojos nuevos, porque lo tenemos muy ­visto. Los niños se asombran porque ven el mundo literalmente por primera vez. Cada vez que miran por la ventana y ven el cielo es como si el cielo se estrenara ante ellos. Los adultos, en cambio, tendemos a pensar que las cosas y las personas existen porque nos las merecemos. La sociedad del hiperconsumo, de la inmediatez y del bienestar ha contribuido a anestesiar nuestro sentido del asombro. El que lo tiene todo acaba creyendo que el mundo debe comportarse a su antojo. Como es lógico, una sociedad en la que cada persona se considera el centro del universo es una sociedad enferma, insensible e ingobernable. Es la sociedad de las quejas y de las revueltas continuas. La pérdida del asombro lleva a la cultura de la autosuficiencia, que hace ignorar la fragilidad del ser humano, a la del cinismo, que hace pensar que todo le es debido, y a la de la indignación y del victimismo, que lleva al resentimiento vengativo e insolidario. Mientras los países del hemisferio sur estaban ya en guerra contra epidemias sucesivas de dengue, de zika, de fiebre amarilla y de malaria con cientos de ­millones de personas afectadas desde ­el 2017, el coronavirus llegó por sorpresa a los países del norte, convirtiéndose en una pandemia con consecuencias te­rribles. Ojalá esa tragedia sea por lo menos una oportunidad para volver a lo esencial, para agradecer y valorar lo que tenemos. No, los huevos no vienen del super­mercado, la calefacción no proviene del radiador y las ayudas del Estado no vienen del Estado (sino de cada uno de los que pagamos honradamente nuestros impuestos). Detrás de una comida caliente, de un cuidado sanitario, de una tecnología que funciona o de una ayuda social hay una cadena de personas estudiando y trabajando de día y de noche. Quizás esta crisis sea una oportunidad para entender el poder del alcance silencioso de cada uno de nuestros gestos. Detrás de un gesto en el hogar o en el trabajo, hay miles de personas que viven mejor, o que siguen vivas. Quizás sea también una ocasión para empatizar y darnos cuenta de la soledad de nuestros ancianos, a los que tanto debemos. En pocos días, un virus invisible consiguió que el mundo entero se arrodillara de golpe. En medio de tanta desgracia, quién sabe si se aplanará también la curva de la soberbia de pensar que dominábamos el mundo, o que íbamos a arreglarlo gritándonos unos a otros. Quizás sea el tiempo de darnos cuenta del valor del silencio y del tiempo dedicado a nuestros seres queridos. Quizás sea una ocasión para dejar de tener tanta fe en las promesas de inmortalidad que nos ofrecen la ciencia y la tecnología, y para aspirar a una perfección de la que sí somos capaces, una perfección más humana. Caer en la cuenta de nuestra miseria, vulnerabilidad y fragilidad no solamente es compatible con esa perfección, sino que podría ser el camino para alcanzarla, porque es precisamente esa condición que nos hace ser más solidarios y compasivos. Aunque parezca paradójico, la perfección del ser humano pasa por la toma de conciencia de que no lo es. El confinamiento pondrá a prueba nuestra interioridad. Un silencio interior que, según Tagore, el gran poeta filósofo bengalí, buscamos ahogar en la multitud. En un estudio publicado en el 2014 en la revista Science , el 25% de las mujeres y el 67% de los hombres prefieren autoadministrarse un calambre a permanecer sentados de seis a quince minutos en una habitación vacía sin otra distracción que sus propios pensamientos. Blaise Pascal decía que “todos los problemas de la humanidad provienen de la incapacidad del hombre de estar en silencio a solas en su habitación”. Ahora que las calles están vacías del clamor de la multitud anónima, la vida nos brinda una oportunidad irrepetible para volver a encontrarnos con nosotros mismos. Nos invita a ocupar el espacio interior del que habíamos desertado para empacharnos de estímulos y vivir a remolque de ellos. Sólo desde ese espacio interior puede brotar el sentido del asombro que nos hace ver el universo como si fuera recién estrenado. Es el sentido del asombro el que nos hace caer en la cuenta de que nuestra fragilidad es parte esencial de nuestra humanidad, que la vida es un regalo y que el mundo es un milagro.

Catherine L’Ecuyer: “Hay padres frustrados que sienten la presión de ser perfectos”
El éxito de sus libros Educar en el asombro y Educar en la realidad(Plataforma)–24 ediciones, uno; 8 el otro– ha situado en apenas seis años a la canadiense Catherine L’Ecuyer entre las divulgadoras sobre asuntos de educación más solicitadas de España. Abogada de carrera y madre de cuatro hijos, lleva vendidas más de 80.000 copias de estos libros, que intentan hacer sencillo algo que hoy se ha vuelto una quimera: ser padres.
Una pareja lleva a su hijo de 8 años de excursión a la costa para que vea su primera puesta de sol. Al llegar, el niño les dice: “¿Nos hemos dado esta paliza para ver un fondo de pantalla?”.
Por desgracia, muchos niños han perdido el asombro ante la belleza, o ante lo que se ve por primera vez, o como si fuera por última vez. El asombro no da nada por supuesto, se ve todo como un regalo. El agradecimiento es su fruto.
El asombro de los niños se educa, según usted. ¿Cómo?
No se inculca, se respeta. El niño nace con un deseo irresistible de conocer. Gatea hacia el enchufe, toca el radiador, tira del mantel… Rodeemos al niño de un entorno que se ajuste a sus ritmos internos: silencio, misterio, belleza, naturaleza.
Y las pantallas anulan esa capacidad de asombro…
Ese deseo de aprender es frágil y puede perderse con el tiempo si lo sustituimos por estímulos excesivamente rápidos que embotan los sentidos de los niños y adormecen su interés por aprender.
O sea, que los vuelven apáticos.
Ante la pantalla, el niño pequeño se vuelve pasivo porque los estímulos superan su ritmo interno y lo hacen todo por él; incluso las supuestamente interactivas llevan las riendas. Los niños ­están enganchados a la velocidad, así que la industria aumenta el ritmo de las animaciones, lo que alimenta el círculo vicioso de la dependencia al frenetismo. Luego el niño vuelve al mundo ordinario, que es lento, y todo le aburre.
Tiempo y paciencia, dos conceptos escasos hoy. Pero la suya, ¿no es la receta de siempre?
La educación no es verdadera por ser innovadora, es innovadora por ser verdadera, por responder a lo que piden las leyes naturales de la infancia, que son las mismas hoy que hace dos o 20 siglos. Hoy hay una obsesión por hacerlo todo en nombre del progreso y de la innovación, porque ambos son sinónimo de modernidad. La modernidad es un valor efímero, porque se nutre constantemente de “novedad”, un concepto comercial, no educativo.
Entre la carencia de estímulos y el exceso de pantallas, habrá un punto medio, ¿no?
Sí, armonizando las palabras, sonidos e imágenes con el ritmo interior del niño, eligiendo contenidos lentos y adecuados a su edad. Verlo con él para mediar el contenido. Y respetar los consejos pediátricos.
Su consejo: antes de los 2 años, nada de pantallas; y de 2 a 5 años, menos de 1 hora al día. ¿No es eso demasiado estricto?
Me apoyo en estudios científicos. Estos asocian el consumo de pantalla en la infancia con la inatención, la impulsividad o la reducción en el vocabulario. Eso puede conllevar un déficit de aprendizaje.
El primer móvil, ¿a qué edad?
Cuando los padres crean que su hijo ha consolidado su capacidad de inhibición y atención, su fortaleza interior, su sentido de la intimidad. Y cuando se lo pueda pagar él o ella. Un smartphone es un lujo. ¿Por qué tenemos que comprarles lujos?
¿Y los adolescentes? Su mundo pasa por estar conectados.
¿De verdad pensamos que esos dispositivos mejoran su calidad de vida? Nunca ha habido tantas adicciones tecnológicas. Todo en su medida y a su debido tiempo. Cuando atrasamos el uso del smartphone, les damos el lujo de las interacciones personales y la oportunidad de fortalecer cualidades que son las que luego les permiten usar esos dispositivos de forma responsable. La mejor preparación para el mundo online es el mundo offline.
Crianza con apego (colecho, lactancia hasta los 4 años) o el método conductista (aprender por repetición). ¿Escoge alguna?
La educación está llena de falsas dicotomías. Los estudios dicen que el apego seguro es el principal predictor del buen desarrollo del niño. La cualidad más importante del cuidador es la sensibilidad que permite adelantarnos a sus necesidades. La lactancia y el colecho son prácticas concretas que pueden ayudar, pero el apego es algo mucho más amplio. Respecto a la repetición, Montessori decía que es “el secreto de la perfección”. Pero la repetición mecánica y deshumanizada aliena a los niños, es conductista porque no les lleva a interiorizar lo que hacen.
La maternidad y la paternidad se problematizan. Padres y madres agobiados por hacerlo bien tiran de métodos y manuales.
Es la industria del consejo empaquetado. Expertos que no conocen a nuestros hijos pero nos bombardean con consejos sobre qué debemos hacer para que nuestros hijos duerman, coman u obedezcan. Todo eso hace mucho daño. Pasar tiempo con los hijos es el mejor manual de crianza que hay, y es gratis.
¿Qué ha pasado con la espontaneidad y el ensayo-error?
Todos nos equivocamos al educar. No existen los padres perfectos. Lo que hay son padres frustrados que sienten la presión de serlo y que se dan cuenta de que no lo son… Lo importante es levantarse, rectificar y nunca tirar la toalla de educar.
Hacer que deseen algo antes de dárselo. ¿Se trata de eso?
Es bueno que los niños esperen mucho antes de tener algo, que siempre haya una larga lista de anhelos no satisfechos. Así valoran y agradecen lo que reciben. Hemos de resistir al deseo que nos lleva a compensar el poco tiempo con ellos con regalos materiales. Prefieren nuestro tiempo a cualquier otro regalo.
La disciplina está mal vista. La alternativa, sin embargo, ¿es dejar que hagan lo que quieran?
El problema es que entendemos la disciplina como algo externo (reglas, normas, prohibiciones), y lo asociamos con la inactividad (callarse, no moverse). El valor de la educación consiste en ayudar al niño a fortalecer su disciplina interna, que es la base del ejercicio de su libertad. Un niño que no sabe inhibir un estímulo, que no puede prescindir de algo que no le conviene o que siempre quiere algo porque “lo tiene todo el mundo” no es libre. Dejarle hacer todo lo que le plazca es traicionar el sentido de la libertad.
¿Podemos negociar con ellos?
No hablemos con nuestro hijo como si fuese un sindicato de empresa. “No es no”, con una sonrisa y con una explicación amable.
¿Qué opina de los padres helicóptero, aquellos que sólo viven la vida de sus hijos?
Nunca hagamos para un niño lo que él puede hacer por sí solo, y nunca adelantemos etapas.