Démonos prisa antes de que nos quedemos sin tiempo (regalado a un sistema que no comprendemos) para imaginar que somos distintos y nuestra vida es otra y tenemos más poder (mucho más, muchísimo más) que el de traer dinero a casa.
Todo
lo anterior viene de un lugar. Desconozco si del corazón o de las
vísceras, pues desde mediados de marzo me he movido entre la pasión y el
hartazgo, aunque en mucha mayor medida me ha visitado el primer
sentimiento. He vivido edificantemente este confinamiento.
Lo que sí sé es que dos o tres días después de declararse de manera oficial la cuarentena me prometí a mí mismo que no iba a salir de ella de la misma manera a como entré.
Era cuestión de aprovechar las horas encerrado en casa para observarme y
observar la sociedad que se nos impuso y hemos terminando aceptando, a
pesar de no comulgar con ella (una parte de nosotros, naturalmente) y de
sentirnos incómodos componiendo su gran rueda (de nuevo, un porcentaje
de la sociedad, no querría generalizar).Decía el australiano Bill Mollison, el creador de la Permacultura, que pretender hacer una revolución con palabras o balas no era de ningún modo revolucionario, puesto que a la postre continuabas dependiendo del sistema que pretendías enfrentar, cuando, al volver a casa, comías de los productos que te ofrecía (no muy saludables) y utilizabas la energía que te suministraba (excesivamente cara). Según él, la verdadera revolución consistía en cosechar tu propia comida y en generar tu propia energía, dejando con ello de alimentar al sistema con tu esfuerzo.
Ningún líder político o religioso nos dirá nada tan práctico y a la vez tan elevado, tan útil y épico.
Puedes pensar que exagero, pero si meditas, tal vez alcances la misma conclusión a la que yo llegué: esto que nos ha tocado vivir es, o debería ser, una revolución,
pero no de pancartas y proclamas, de hashtags o aplausos, sino una
revolución… interior. No existe otra más importante. Y asimismo
representa la mejor oportunidad que hemos tenido las dos últimas
generaciones para cambiar las cosas, primero y principalmente,
transformando el mundo, nuestro mundo, desde el interior.Este es el orden apropiado: primero dentro y luego fuera. Solemos intercambiar los términos o, mejor dicho, pretenden engañarnos trastocándonos el orden.
Sé
que estrictamente no te estoy hablando de nada relacionado con la
temática de nuestro blog. Pero, ¿qué es más importante que reflexionar
acerca de si estamos dándole un buen ejemplo a nuestros hijos con
nuestras decisiones de vida?
Nos guste o no, debemos asumir que después de estos tiempos extraños nada volverá a ser como antes.
Tanto para bien como para mal. Y precisamente serán los niños de hoy,
los que vivan su futuro con las consecuencias de las decisiones tomadas
en el presente por los adultos. Es probable que nosotros nos hayamos ido
ya, pero a ellos les debemos un legado más grandioso y prometedor del
que les estamos cediendo.A veces me pregunto si no nos damos cuenta: la inercia destructiva nos estaba reclamando un cambio y teníamos (tenemos) dos opciones: o seguir como hasta ahora y autoconvencernos de que no hay nada que hacer (dejándonos caer en los brazos del derrotismo); o desandar mucho del camino, inconscientemente andado, y retomar de nuevo nuestra responsabilidad. Para con el planeta y nuestros semejantes, o volviendo a la cuestión principal: para con nosotros mismos.
Mientras escribo esto, me viene a la cabeza la famosa escena final de Blade Runner (excelente espejo de la ciencia ficción hecha realidad estos días), en la que el replicante sorprende al personaje interpretado por Harrison Ford, el detective implacable, al mostrarle con aquel bello monólogo, tal que un epitafio, su sensibilidad. Yo no he visto como él, naves en llamas más allá de Orión, sino multinacionales y bancos anunciándose como asociaciones benéficas, cuando en realidad son los principales beneficiados de este sistema en trágico desequilibrio.
Esta paradoja es propia de una perversión
posmoderna, en la que el lenguaje quiere decir todo lo contrario a lo
que dice, y que nos hizo pasar como obras premonitorias a 1984 o Un mundo feliz,
cuando no son más que guiones preestablecidos, perfectamente
orquestados por ciertos individuos, que se felicitan al ver cómo se van
cumpliendo actualmente muchos de sus “vaticinios”, más allá de las hojas
impresas que los recogieron.
Por favor, despertemos, no dejemos que una
vez más los de arriba se apunten el tanto, pues somos nosotros los que
más hemos sufrido con esta circunstancia y somos igualmente los que más
nos jugamos. Está en liza algo más primordial que sus beneficios
multimillonarios: la vida, cada una de las vidas de los seres sintientes
de nuestro gran hogar, de los que hace mucho tiempo nos desconectamos.
¿Cómo no podemos congraciarnos al ver estos
días ciervos por las calles, gaviotas tierra adentro o focas en los
puertos? Están reconquistando un territorio que por ley natural les
pertenece, mientras nos gritan sin palabras. Pero a pesar de ello, estoy
seguro de que al minuto de levantarse el estado de alarma, aún habrá
quien vaya corriendo a tomarse la cerveza a la terraza de abajo (esto no
es muy original, puesto que ya lo estoy viendo en las noticias) o a
comprarse el último modelo a unos grandes almacenes. Están en su
derecho, es su decisión. Sin embargo, a mí me encontraréis en el monte
de mi ciudad, ansioso por ver jabalíes y por respirar ese aire puro
soplando desde este cielo tan limpio (¿donde vives está igual?), sin
prácticamente contaminación, como no recuerdo ni cuando era niño.
Entonces, ¿te apetece ver animales conmigo?
No me refiero en Facebook live o en realidad aumentada, estoy
invitándote a percibir la verdadera vida, la única que merece la pena
ser vivida.
A veces, es cierto, soy demasiado profundo.
Voy aumentando la intensidad conforme escribo. Además, ya debo ir
terminando. La emoción me ha hecho extenderme, pero quería hablar de
esto, pues en otros foros los mensajes son más someros y apelan mucho al
poder del grupo, pero muy poco al del individuo.
Me gustaría concluir con una bonita experiencia de hace unos días…
Asistía (virtualmente, claro) a una conferencia de Julio Pérez García,
arquitecto chileno afincado en Noruega. Fue muy reparadora su
intervención, porque es un hombre comprometido con proyectos sociales y
tiene mucho que aportar. Ya me tenía completamente rendido cuando, a
mitad de su alocución, terminó por desencajarme. Según contó, en la
primera reunión con sus clientes no recaba información acerca del estilo
de casa con el que sueñan o los metros cuadrados de jardín que buscan,
sino que únicamente les hace una pregunta, el más simple y a la vez el
más filosófico cuestionamiento que ningún maestro puede hacer a sus
alumnos: ¿Cómo quieres vivir?
Tres palabras. Sucintas y desnudas, sin
artificios. Creo que hasta el mismísimo Dalai Lama necesitaría dos
minutitos para reflexionarlo.
Así lo explicaba Julio: había clientes que
volvían a la semana, otros a los meses. Algunos de ellos, venían, por
fin, con la respuesta, dos o tres años después. Un último porcentaje de
ellos, ni tan siquiera volvía. Seguramente les incomodaba demasiado la
pregunta como para enfrentarse a la respuesta.
Yo llevo varios días haciéndomela mentalmente y empiezo a vislumbrarlo.
Ahora me tomo la licencia de hacértela a ti.
¿Cómo quieres vivir?
Esperamos volver a verte después de
pensarla. Tómate tú tiempo. Aunque te lleve tres años. No será demasiado
tarde, ni para ti ni para el mundo, si es la auténtica respuesta… La
única respuesta posible.