
Nuestros alumnos quieren hacer todo lo que hacen, pero no hacen todo lo que quieren decía María Montessori. Esa pequeña frase introduce un mundo de matices deliciosas. Libertad no es libertinaje. Necesidad y deseo no siempre caminan de la mano.
¿Cómo 
conseguir que un niño quiera hacer lo que debe y desee lo que 
verdaderamente necesita? “¡Pero eso es imposible!”, exclaman los mismos 
escépticos que acusaban a Montessori de hipnotizar a sus alumnos, a 
falta de comprender como un niño de 3 años podía quedarse profundamente 
concentrado, sin miedo al esfuerzo ante un problema matemático. 
La mente
 absorbente del niño sigue siendo para muchos un misterio. Como todos 
los misterios, corremos el riesgo de profanarlos, si no nos acercamos a 
ellos con humildad y devoción. ¿No decía Montessori que la principal 
característica de un maestro era “la humildad espiritual”? ¿A qué camino
 nos llevará el confundir esa mente absorbente con la mente pasiva del 
que se queda embobado ante la pantalla? Ante ella, no es el niño quien 
lleva las riendas, sino los algoritmos de la aplicación, programada para
 predecir la reacción pasiva del cerebro, a unos estímulos sostenidos e 
intermitentes, diseñados para enganchar al usuario. ¿A qué nos llevará 
confundir “enganchado” con “atento” y fascinación con asombro? Para 
poder desear lo conveniente, el niño ha de estar rodeado de belleza, que
 los griegos definían como “expresión visible de la verdad y de la 
bondad”. Ya se escuchan los escépticos preguntar, ¿verdad y bondad, qué 
es eso? El niño les responderá mejor que nadie, porque a esas 
características de la belleza no puede resistir su corazón inocente y su
 mente asombrada. Cuando levantamos las manos a la cabeza porque el niño
 no desea lo que hace y hace todo lo que quiere, ojala pudiéramos llegar
 a otra conclusión que la de culparle. ¿Qué culpa tiene el que hemos 
saturado con alternativas que no se ajustan a su orden interior y que ni
 siquiera ha llegado a la edad de la razón?Es la reacción lógica del que
 ha sido alejado de la belleza, de lo que su naturaleza pide a gritos, 
como lo hacía Gisela, la niña ciega de Chaikovsky: ¿Cómo puedo desear 
ardientemente lo que tan solo consigo ver confusamente?