Los niños aprenden en contacto con
la realidad, no con un bombardeo de estímulos externos perfectamente
diseñado. Tocar la tierra húmeda o mordisquear y oler una fruta deja una
huella en ellos que ninguna tecnología puede igualar. Acompañémoslos
con nuestro ejemplo y atención.
Los niños nacen con asombro, con un
deseo innato por conocer. ¿Y qué es lo que causa asombro? La belleza de
la realidad. El cerebro humano está hecho para aprender en clave de
realidad y los hechos nos indican que los niños aprenden a través de
experiencias sensoriales concretas que no solamente les permiten
comprender el mundo, sino también comprenderse a sí mismos. Todo lo que
los niños tocan, huelen, oyen, ven y sienten deja una huella en su
mente, en su alma, a través de la construcción de su memoria biográfica
que pasa a formar parte de su sentido de identidad.
Los últimos estudios en neurociencia
confirman que la memoria semántica (de conocimientos conceptuales: lo
que nos dicen y nos explican) y la memoria biográfica (de los
acontecimientos vividos a través de las experiencias sensoriales) no
están diferenciadas en la infancia. Esta separación se irá produciendo a
lo largo de la adolescencia, lo que nos indica que los niños no
aprenden las cosas a través de explicaciones abstractas, sino que
necesitan experiencias reales, vivencias y relaciones interpersonales en
directo. Son esas experiencias las que les dejan huella. Por lo tanto,
es fundamental que nos preguntemos qué tipo de experiencias estamos
dando a nuestros hijos. Durante muchos años, hemos hablado de la
importancia de la estimulación temprana en el sistema educativo: bits de
inteligencia, circuitos de psicomotricidad para “estimular” el
movimiento… Todo ello para garantizar que nuestros hijos sean
“superinteligentes”, quizá incluso unos genios. Ahora, recurrimos al uso
de iPads para “estimular” su inteligencia a través de aplicaciones que
llevan las riendas ante la mirada pasiva de nuestros hijos. O aprenden
idiomas a través del DVD y se familiarizan con los animales con fichas
que pintan en clase sin salirse de la raya.
El paradigma de la estimulación temprana se basa en el método
Doman-Delacato, ideado para niños con lesiones cerebrales. Luego se
pensó que también podía servir para mejorar el rendimiento de niños
sanos. En 1968, Neurology, la
revista de la Academia Americana de Neurología, advirtió que este método
carecía de fundamentos científicos –se apoya en la obsoleta teoría de
la recapitulación, según la cual el desarrollo cerebral pasa por las
etapas pez, reptil, mamífero y humano– y de evidencias empíricas en
estudios con grupos de control. Desde entonces, decenas de asociaciones
en Europa, Canadá o EE.UU., como la Academia Americana de Pediatría, la
Sociedad Española de Fisioterapia en Pediatría o la Academia Europea de
Niños con Discapacidad, han avalado esa advertencia.
La estimulación temprana se inspira en un modelo conductista que toma como punto de partida que el niño pequeño es un recipiente vacío que vamos llenando de conocimientos “desde fuera hacia dentro”. El método Doman-Delacato pretende “reorganizar neurológicamente” el cerebro desde el estado pez, pasando por el reptil y el mamífero, hasta el humano a base de arrastre, gateo y braquiación. Pero la estimulación temprana no solo es un método, sino que es una filosofía que ha impregnado todo el sistema educativo durante décadas, convenciendo a los padres y madres de que “más es mejor” y de que la educación infantil consiste, sobre todo, en “estimular al máximo el movimiento y la inteligencia”.
En realidad, ya sabemos que el movimiento se desarrolla, no se estimula. Y que aprendemos en contacto con la realidad, no con un bombardeo orquestado de estímulos externos. Como dice el conocido neurobiólogo Dan Siegel: “No hay necesidad de bombardear a bebés o niños pequeños (a nadie) con una estimulación sensorial excesiva con la esperanza de construir mejores cerebros. Sencillamente, no es así. Los padres y los otros cuidadores pueden relajarse (…). La sobreproducción de conexiones sinápticas durante los primeros años de vida es suficiente en sí para que el cerebro pueda desarrollarse adecuadamente dentro de un entorno medio que proporciona la cantidad mínima de estimulación sensorial”. Siegel añade que los patrones de interacción entre el niño y el cuidador son más importantes que un exceso de estimulación sensorial durante los primeros años de desarrollo: “La investigación sobre el apego sugiere que la interacción interpersonal colaborativa, no la estimulación sensorial excesiva, sería la clave de un desarrollo saludable”.
Es preciso un cambio de paradigma. ¿En qué ha de consistir? En primer lugar, hemos de re-descubrir la realidad cotidiana como un lugar de aprendizaje “natural”. La granja, el mercado, las calles, el río… Nuestros hijos han de ver su sombra, sentir la lluvia, oler el bosque, probar la sal y la pimienta; aprender los colores a partir de la realidad (el rojo de una manzana, el gris del asfalto, el azul del cielo), no de las fichas del colegio. Han de poder llenar una hoja en blanco, no limitarse a pintar “dentro de las líneas”.
También hemos de convencernos de que los niños aprenden a través de “lo humano”, no de la realidad virtual. Por ejemplo, para aprender un idioma, los niños necesitan escucharlo de los labios de una persona que les quiera (su principal cuidador). De hecho, los estudios confirman que los niños pequeños no aprenden idiomas con CD ni DVD y que esos medios pueden contribuir, incluso, a la reducción de su vocabulario. Es más, algunos estudios confirman que existe un déficit de aprendizaje cuando un niño pequeño aprende a través de la pantalla en vez de “en directo”.
En tercer lugar, no hay que olvidar que los niños aprenden a partir del ejemplo, no de los discursos. Los padres transmiten las virtudes que encarnan con sus propias vidas, no las que detallan con largas explicaciones. Si les decimos que dejen de gritar, pero se lo decimos gritando, nuestras palabras pierden sentido. Susurrando conseguiríamos mejores resultados.
Finalmente, las criaturas calibran la realidad a través de nuestra mirada. Por eso decimos que los niños “lo ven todo”. Su sensibilidad les hace percibir nuestros estados de ánimo, que hacen suyos sin filtros. Por ejemplo, ¿qué hace un niño cuando escucha una palabrota en la frutería? Enseguida nos mira, pendiente de nuestra reacción. Si nos reímos, el niño se reirá. Si nos indignamos, se indignará. Y si le decimos que eso no se hace pero que esa persona se despistó, hará suya esa conclusión. Una gran parte de nuestro trabajo como educadores se realiza con la mirada, porque nuestros niños van construyendo su personalidad y su actitud ante la vida a través de esas miradas. Como reza el dicho, “quien no entiende una mirada, tampoco entenderá una larga explicación”. En ese sentido, la sensibilidad que los niños tienen para interpretarlas es clave.
En definitiva, hemos de cuidar de forma muy especial la experiencia sensorial (oír, ver, tocar, oler…) que tienen nuestros hijos durante la infancia. En lugar de apoyarnos en el mundo virtual, hemos de esforzarnos para que consoliden su vínculo de apego con nosotros y con sus maestros. En vez de optar por ofrecerles una gran cantidad de estímulos, hemos de apostar por la belleza de las experiencias que les estamos regalando, porque el aprendizaje verdadero ocurre cuando un niño es capaz de sentir las realidades sencillas que le rodean y deslumbrarse ante ellas.
Las ideas de este artículo están desarrolladas más a fondo en el libro Educar en la realidad.
La estimulación temprana se inspira en un modelo conductista que toma como punto de partida que el niño pequeño es un recipiente vacío que vamos llenando de conocimientos “desde fuera hacia dentro”. El método Doman-Delacato pretende “reorganizar neurológicamente” el cerebro desde el estado pez, pasando por el reptil y el mamífero, hasta el humano a base de arrastre, gateo y braquiación. Pero la estimulación temprana no solo es un método, sino que es una filosofía que ha impregnado todo el sistema educativo durante décadas, convenciendo a los padres y madres de que “más es mejor” y de que la educación infantil consiste, sobre todo, en “estimular al máximo el movimiento y la inteligencia”.
En realidad, ya sabemos que el movimiento se desarrolla, no se estimula. Y que aprendemos en contacto con la realidad, no con un bombardeo orquestado de estímulos externos. Como dice el conocido neurobiólogo Dan Siegel: “No hay necesidad de bombardear a bebés o niños pequeños (a nadie) con una estimulación sensorial excesiva con la esperanza de construir mejores cerebros. Sencillamente, no es así. Los padres y los otros cuidadores pueden relajarse (…). La sobreproducción de conexiones sinápticas durante los primeros años de vida es suficiente en sí para que el cerebro pueda desarrollarse adecuadamente dentro de un entorno medio que proporciona la cantidad mínima de estimulación sensorial”. Siegel añade que los patrones de interacción entre el niño y el cuidador son más importantes que un exceso de estimulación sensorial durante los primeros años de desarrollo: “La investigación sobre el apego sugiere que la interacción interpersonal colaborativa, no la estimulación sensorial excesiva, sería la clave de un desarrollo saludable”.
Es preciso un cambio de paradigma. ¿En qué ha de consistir? En primer lugar, hemos de re-descubrir la realidad cotidiana como un lugar de aprendizaje “natural”. La granja, el mercado, las calles, el río… Nuestros hijos han de ver su sombra, sentir la lluvia, oler el bosque, probar la sal y la pimienta; aprender los colores a partir de la realidad (el rojo de una manzana, el gris del asfalto, el azul del cielo), no de las fichas del colegio. Han de poder llenar una hoja en blanco, no limitarse a pintar “dentro de las líneas”.
También hemos de convencernos de que los niños aprenden a través de “lo humano”, no de la realidad virtual. Por ejemplo, para aprender un idioma, los niños necesitan escucharlo de los labios de una persona que les quiera (su principal cuidador). De hecho, los estudios confirman que los niños pequeños no aprenden idiomas con CD ni DVD y que esos medios pueden contribuir, incluso, a la reducción de su vocabulario. Es más, algunos estudios confirman que existe un déficit de aprendizaje cuando un niño pequeño aprende a través de la pantalla en vez de “en directo”.
En tercer lugar, no hay que olvidar que los niños aprenden a partir del ejemplo, no de los discursos. Los padres transmiten las virtudes que encarnan con sus propias vidas, no las que detallan con largas explicaciones. Si les decimos que dejen de gritar, pero se lo decimos gritando, nuestras palabras pierden sentido. Susurrando conseguiríamos mejores resultados.
Finalmente, las criaturas calibran la realidad a través de nuestra mirada. Por eso decimos que los niños “lo ven todo”. Su sensibilidad les hace percibir nuestros estados de ánimo, que hacen suyos sin filtros. Por ejemplo, ¿qué hace un niño cuando escucha una palabrota en la frutería? Enseguida nos mira, pendiente de nuestra reacción. Si nos reímos, el niño se reirá. Si nos indignamos, se indignará. Y si le decimos que eso no se hace pero que esa persona se despistó, hará suya esa conclusión. Una gran parte de nuestro trabajo como educadores se realiza con la mirada, porque nuestros niños van construyendo su personalidad y su actitud ante la vida a través de esas miradas. Como reza el dicho, “quien no entiende una mirada, tampoco entenderá una larga explicación”. En ese sentido, la sensibilidad que los niños tienen para interpretarlas es clave.
En definitiva, hemos de cuidar de forma muy especial la experiencia sensorial (oír, ver, tocar, oler…) que tienen nuestros hijos durante la infancia. En lugar de apoyarnos en el mundo virtual, hemos de esforzarnos para que consoliden su vínculo de apego con nosotros y con sus maestros. En vez de optar por ofrecerles una gran cantidad de estímulos, hemos de apostar por la belleza de las experiencias que les estamos regalando, porque el aprendizaje verdadero ocurre cuando un niño es capaz de sentir las realidades sencillas que le rodean y deslumbrarse ante ellas.
Las ideas de este artículo están desarrolladas más a fondo en el libro Educar en la realidad.