“Vuestra
hija tiene que mejorar en sus dibujos”, decía una maestra a unos
padres, “con 4 años, ya no toca hacer personajes que vuelan, deberían
tocar al suelo”. No sé que hubiera pasado con el arte español si los
padres de Picasso o de Dalí se hubieran empeñado por cumplir con el
curioso hito de aquella maestra.
“Hoy,
muchos niños están demasiado ocupados corriendo a la clase de violín o a
la de Kumon para sostener el infinito en la palma de la mano. Y esa
flor silvestre da un poco de miedo: ¿y si tiene espinas, o el polen
desencadena una reacción alérgica? Cuando los adultos secuestran la
infancia, los niños se pierden aquello que confiere textura y
significado a una vida humana: las pequeñas aventuras, los viajes
secretos, los contratiempos y percances, la gloriosa anarquía, los
momentos de soledad y hasta el aburrimiento. Todos los jóvenes acaban
asimilando que lo que más importa no es encontrar un camino propio, sino
poner el trofeo adecuado en la repisa de la chimenea, marcar la casilla
adecuada en vez de pensar fuera de ella. Por consiguiente, la infancia
moderna parece extrañamente insulsa, saturada de acción, logros y
consumo, pero en cierto sentido vacía y sucedánea. La falta de libertad
de ser uno mismo, y los niños lo saben.” Carl Honoré