
El debate pedagógico alrededor de la enseñanza de la lectoescritura no es nuevo.
 Ya, en 1963, Montessori discrepaba abiertamente con el enfoque global 
de la lectoescritura utilizado por Ovide Decroly (Maria Montessori, 
1963, citado en Grazzini, 2004), comparándolo con los jeroglíficos del 
Antiguo Egipto. Si bien es cierto que Montessori invierte el orden 
tradicional de aprendizaje de la lectoescritura (el niño montessoriano 
empieza a escribir letras, palabras, y solo después a leer) y que su 
abordaje es principalmente sensorial (el niño montessoriano aprende 
primero a reconocer las letras por asociación del tacto con el sonido), 
Montessori era una ferviente defensora del método fonético. Hoy en día, 
el viento de la innovación tiende a asociar el método fonético con la 
escuela vieja, conductista y mecanicista, y por lo tanto a verlo con mal
 ojo. Pero es esencial discernir entre el rechazo a una filosofía 
mecanicista y los beneficios evidenciados de una metodología pedagogía 
concreta. Como decía Sócrates, “solo hay una manera de empezar para los 
que pretenden no equivocarse en sus deliberaciones: saber de qué trata 
la deliberación; de lo contrario, forzosamente, nos equivocaremos”.
¿En qué consisten, pues, los 
métodos fonético y global? El método fonético consiste en guiar al niño 
en la conciencia fonológica, que es la pronunciación y el reconocimiento
 de los sonidos de las letras, y en guiarle en la formación de las 
letras que resultan del conjunto de esos sonidos. El niño pasa 
de la vía fonológica a la vía léxica cuando reconoce con agilidad y 
rapidez que un conjunto de letras corresponde con una palabra dada. En 
la medida en que el niño puede automatizar el proceso del reconocimiento
 de los sonidos y pasar a la vía léxica con agilidad –mediante la 
repetición–, es capaz de dedicar su atención al significado de las 
palabras que está leyendo y de finalmente comprender un texto.
El método global, en cambio, 
consiste en empezar directamente por el reconocimiento de las palabras, 
una por una, a partir del contexto; se ayuda el niño a darles un sentido
 que es suyo, tanto cuando lee como cuando escribe. Hemos de saber que las evidencias (Cologon,
 Cupples, & Wyver, 2011; Ehri, Nunes, Stahl, & Willows, 2001; 
Liberman & Liberman, 1991; Rayner, Foorman, Perfetti, Pesetsky, 
& Seidenberg, 2001) apoyan el método fonético, no el método 
global, como ruta privilegiada para el aprendizaje de la lectoescritura 
para los niños sin patologías pero, sobre todo, para los niños con 
dificultad de aprendizaje de la lectoescritura, especialmente de la 
dislexia. La condición neurológica de los niños disléxicos les dificulta
 precisamente el paso de la ruta fonológica a la ruta léxica. Cortar la 
vía fonológica a esos alumnos les priva de recursos que pueden servirles
 de estrategias para el aprendizaje.
Incluso los países en los que la 
fonética del idioma es opaca (como por ejemplo el inglés) recomiendan el
 enfoque fonético. En el año 2000, el National Reading Panel (Adams
 et al., 2000) de los Estados Unidos recomendaba la instrucción fonética
 para el aprendizaje de la lectoescritura. En el año 2005, el gobierno 
australiano (Australian Government: Department of Education Science and 
Training, 2005) y en 2006, el Rose Report encargado por el 
Gobierno de Inglaterra recomendaban lo mismo (Rose, 2006). Los tres 
informes descartan las bondades del método global como principal método 
de la enseñanza de la lectoescritura e insisten en que los niños que 
sufren de dislexia necesitan del enfoque fonético.
Sin embargo, muy a pesar de 
las evidencias, muchos siguen con prejuicios hacía el método fonético. 
Quizás esos prejuicios se explican en parte por el aspecto repetitivo, y
 hasta un cierto punto mecánico, de la iniciación en el reconocimiento 
de las letras. Solo la automatización del proceso del reconocimiento de 
los sonidos permite pasar de la vía fonológica a la vía léxica con 
agilidad para que el niño pueda eventualmente dedicar su atención al 
significado de las palabras que está leyendo y comprender el texto. 
Cuando el niño comprende lo que lee, da un paso cualitativo clave para 
su aprendizaje en general; pasa de “aprender a leer” a “aprender 
leyendo”, lo que impacta en su aprendizaje de las otras materias 
escolares. Ciertamente, el aprendizaje ha de ser significativo.
 Pero ¿cómo podría haber encontrado Pitágoras belleza en las matemáticas
 sin haberse aprendido de memoria mediante la repetición las tablas de 
multiplicar? El sentido en la educación remite a los fines del ser 
humano, no en la eliminación del aprendizaje o de la repetición. Es más,
 Montessori decía: “la repetición es el secreto de la perfección” 
(Montessori, 1948). Para el niño, la repetición es una actividad 
autoperfectiva, porque no le interesa tanto construir y realizar tareas 
externas como lo hace el adulto, sino edificarse a sí mismo haciendo 
suya la realidad que conoce. Por ese motivo, encontramos a niños que 
pueden repetir decenas de veces actividades que parecen inútiles a la 
mayoría de los adultos, como por ejemplo traspasar agua de un cubo a 
otro, subir y bajar las escaleras o quitar y ponerse los zapatos. En 
cambio, nunca tienen prisas para hacer las cosas cuando les decimos que 
es preciso lograr algo externo a ellos. Para el niño, el objetivo no es 
acumular los libros leídos, o inventarse letras y palabras leyendo, sino
 perfeccionarse a sí mismo reconociendo las letras, y más adelante 
comprendiendo el hilo narrativo de lo que está leyendo para hacerlo 
suyo. En realidad, la obra maestra de la educación del niño es el niño 
mismo.
Hemos de saber que no es 
necesariamente lo mismo, pues, rechazar una filosofía educativa (como el
 mecanicismo y el conductismo que conciben al niño como un recipiente 
pasivo -y jamás como una obra maestra-), que rechazar un método 
utilizado durante siglos (llamémoslo tradicional o no) y avalado por las
 evidencias. Confundir lo bueno con lo nuevo no resiste a la 
prueba del tiempo, porque todo lo nuevo deja, eventualmente, de serlo. 
Antes de tirar todo por la borda, es preciso hacer una reflexión 
profunda, serena y preguntarnos antes si lo que tiramos puede ser 
valioso. De lo contrario, el barco podría ser más ligero y fácil de 
navegar, ¿pero a quién le sirve un barco ligero sin velas? Ese pequeño 
ejercicio de discernimiento nos recuerda que no es cuestión de estar en 
contra de una metodología o de otra, de nunca estar en contra de 
ninguna, o de “sentir” que un método es mejor que otro (no en vano el 
método científico cuenta con “grupos de control”). Es cuestión de tener 
una opinión que tenga en cuenta las evidencias; al final y a cabo, todos
 tenemos derecho a nuestra opinión, pero no a nuestros propios hechos. 
Sino, como decía Sócrates, “forzosamente nos equivocaremos”.