Hace 12 años. Eran las dos de la mañana y
llevaba apenas unas horas estrenando, con sentimientos encontrados, esa
maravilla que llamamos maternidad. Asombro, euforia, pero también
culpabilidad, dolor y miedo. Nadie me había dicho que la lactancia iba a
ser un calvario. Mientras luchaba en la penumbra, se me acercó una
señora vestida con bata y, con un trato muy poco delicado, empezó a
aleccionarme sobre la lactancia, introduciéndose en la recién estrenada
intimidad madre-hija, sin que le hubiese pedido su ayuda. Me dijo que lo
estaba haciendo muy mal y me hundió de consejos para ser una madre
aceptable. “Muchas gracias”, le dije, esperando que nos dejara a solas.
Qué sorpresa me llevé al verla dar media vuelta para seguir con su
trabajo, cogiendo el mocho. Pertenecía al turno nocturno del equipo de
limpieza del hospital.
Es curiosa la
alegría, el desparpajo con que la gente opina. ¿Por qué existirá esa
especie de inercia irresistible en el ámbito educativo y de la crianza
para opinar de todo lo que uno piensa, y a veces ni sabe? Las suegras,
las cuñadas, las amigas, los expertos educativos, las redes, las
empresas que venden productos, las revistas educativas. Todos opinan con
una alegría, una contundencia y una seguridad que dan miedo. Menos mal
que sabemos que la veracidad de un juicio no depende de la fuerza con la
que se emite. Pero cuando uno va sin experiencia, cuánto se traga…
¿Qué mueve a dar consejos a todos y a
todas horas? Sin duda, está el bienintencionado, el que por empatía
auténtica quiere ayudar a toda costa, pero que no mide su propia fuerza.
Prefiere soltar cualquier cosa que quedarse callado ante un problema.
Intuyo que fue el caso de la señora que hace 12 años se me acercó en la
penumbra mientras limpiaba. Luego está el resabido, el que lo sabe todo
porque se conoce de memoria lo que predica la industria del consejo
empaquetado y siempre tiene la respuesta a punto a todos los problemas.
El resabido no es consciente de lo pesado que es, sobre todo cuando
alecciona en público. Pero sin duda, la peor clase de consejo que
podemos recibir, es la del oportunista. El mercado está repleto de
consejos oportunistas, ajenos a la mentalidad científica, basados en
modas educativas de turno y que intentan sintonizar con un sentimiento
general afín para crear simpatía entre sus lectores.
Me atrevo a decir que los consejos
oportunistas son los primeros enemigos de la educación con sentido. ¿Por
qué? Si nos fijamos bien, usan un lenguaje tan general que, además de
no decir nada concreto, acaban sembrando una confusión absoluta. Por
ejemplo, ahora se ha puesto de moda advertir de la sobreprotección. Se
leen artículos en numerosas revistas educativas “prohibiendo” tener una
“preocupación excesiva por satisfacer al momento las necesidades de
nuestro hijo y prevenirles o evitarles cualquier mal o sufrimiento”.
Para darnos cuenta del sinsentido del
consejo oportunista, un ejercicio interesante puede consistir en
analizar esa cita, procurando interpretarla.
¿Se considera una “preocupación excesiva
por satisfacer al momento las necesidades de nuestros hijos” el
calmarles con la tableta para dormirles o el comprarles chuches cuando
nos las reclaman con una pataleta con 3 años?
¿Se consideran las tabletas y las chuches
“necesidades”? ¿Se considera una “preocupación excesiva por satisfacer
al momento las necesidades de nuestros hijos” el dar el pecho a demanda,
o el tener seis cámaras pendientes de sus movimientos nocturnos? ¿Y el
tomar la temperatura del baño con 6 meses? ¿Y con 10 años? ¿Y el
atenderlos cuando tienen frío al día de nacer, o cuando piden brazos
llorando porque les duele el estómago o porque les asusta la vista de un
extraño con 6 meses, o cuando lloran desconsolados al entrar al colegio
con 18 meses?
¿Se considera una “preocupación excesiva
por prevenirles o evitarles cualquier mal o sufrimiento” el impedir que
abran el cajón de cuchillos con 4 años, el llevarles al cole el
bocadillo que se olvidaron en casa con 15 años o el impedirles que suban
un árbol de cuatro metros de altura? ¿Y de 40 metros?
Con esos consejos genéricos, la confusión
está servida. Quizás por eso, algunas madres llaman “histéricas” a
otras que no se atreven a dejar a sus bebés en manos de canguros
desconocidos. Consideran hacerlo una proeza para inculcar “madurez” y
autonomía cuanto antes al retoño. Y llaman “enmadrados” a niños que
lloran al entrar por primera vez en el colegio.
Es curioso que exista una palabra en
castellano, “mamitis”, que haga sonar a trastorno la natural y sana
manifestación de la necesidad afectiva de un niño. No sorprende, dada la
facilidad que tenemos en ponerle etiquetas de trastorno a absolutamente
todo lo que consideramos fuera de la “normalidad”. Una vez definida la
normalidad como lo que se sale de la norma, habría que ver quién marca
la norma, si es la naturaleza misma, la dictadura de la mayoría, o un
oportunista y seudocientífico interés en ella.
Lo que dice la literatura científica, que
se ubica en las antípodas de la industria del consejo empaquetado, es
que el vínculo del apego es clave para un buen desarrollo de la persona.
Coinciden miles de estudios en que el vínculo del apego seguro se
establece a base de atender a tiempo las necesidades básicas
(biológicas, afectivas) del niño durante sus primeros dos años de vida. Y
la literatura científica nos da pautas concretas de lo que significa
eso. Sin embargo, hoy por hoy, suena bien decir que “no hay que tener
una preocupación excesiva por satisfacer las necesidades de nuestros
hijos”, sin matizar ni siquiera por edad. Porque es lo que se lleva. Y
se considera que lo que se lleva manda. Es curioso eso. Las modas están
sujetas a gustos y cambian, pero curiosamente, obligan. Y nosotros, por
buscar lo mejor para nuestros hijos, porque andamos sin experiencia y no
quisiéramos equivocarnos, aceptamos con resignación la dictadura de las
modas. En la educación, si no sabemos y no tenemos medios de saber lo
que conviene hacer, es mejor seguir la intuición y equivocarse cien
veces para finalmente encontrar el punto, que seguir ciegamente un
consejo oportunista y seudocientífico.
Lo que no va a ser nunca objeto de moda
es lo que reclama la naturaleza de nuestros hijos, en función de cada
edad. La dificultad de educar, y también paradójicamente el éxito en
hacerlo, reside precisamente en eso: en la capacidad de discernir entre lo que reclama el niño y lo que reclama su naturaleza,
que no siempre coinciden. Eso no lo puede hacer un manual de crianza
escrito por personas que no conocen a nuestros hijos, no lo puede hacer
una aplicación informática, por muy sofisticados que sean sus
algoritmos, ni nos lo pueden resolver consejos, por muy
bienintencionados que sean, y menos si son oportunistas y
seudocientíficos. Esa capacidad de discernir nos la facilita la
literatura académica. Pero no nos engañemos. Al fin y al cabo, lo hace
una piel fina, y esa piel fina es la sensibilidad que desarrolla un
padre, una madre, a base de estar tiempo con su hijo observándolo. Es
“sentir con”, que se resume en una palabra: la empatía. No es casualidad
que la literatura científica haya encontrado que el principal indicador
para el buen desarrollo de un niño sea la sensibilidad de su principal
cuidador, y que los niños con apego seguro sean más empáticos.
Y si alguien vuelve a hundirnos con
consejos, bienintencionados o no, y a asegurarnos que lo estamos
haciendo muy mal, deberíamos recordarle que antes de opinar sobre el
estilo de crianza de otro, es mejor esperar a que nuestros hijos tengan
por lo menos 90 años.