1.7.19

Libera el potencial de un niño


María Montessori plantea que los niños tienen dentro de sí de forma natural a su propio maestro. En este contexto, la educación se convierte en una acción sobre el ambiente y no sobre el niño. Es igual que el crecimiento de un árbol: su floración y sus frutos dependen del ambiente que le rodea y no de su propia voluntad. Así pues, con los niños pasa exactamente lo mismo. No podemos exigirles que anticipen ni retrasen un aprendizaje. Ellos llevan su programa interno que les indica cuándo es el momento propicio para desarrollar cada habilidad. Sin embargo, sí que podemos crear un ambiente adecuado para que se desarrollen de la mejor manera posible, pero siempre desde la motivación genuina y no desde la obligación externa.


El ambiente tiene un componente físico y otro psíquico. Ambos están orientados a crear un clima de confianza y seguridad en el que los niños puedan concentrarse en la actividad que ellos mismos elijan. Esta concentración es la que permite el desarrollo en profundidad de las habilidades que corresponden a cada etapa de la vida y la creación de un clima de respeto mutuo.
El ambiente físico Montessori debe responder a las necesidades de movimiento, luz natural, temperatura y confort en general, así como al sentido del orden. Además, prevé una relación de superficies, número de niños y adultos, y distribución de los objetos equilibrada y con la necesaria riqueza de estímulos coherentes con la etapa de desarrollo en la que están los niños. Además, debe tener plantas y pequeños animales que permitan un contacto con la vida orgánica. La observación de cortos ciclos vitales ubica y orienta a los niños en el mundo real y les hace generar un sentimiento de respeto hacia otros seres de la naturaleza.
Por su parte, el ambiente psíquico lo crean las personas adultas que les acompañan con su propia forma de ser. Esta parte de la educación conlleva una toma de consciencia profunda y exhaustiva de cada uno de nuestros movimientos y palabras: la forma de relacionarnos con el entorno y con los niños, nuestras interpretaciones subjetivas, la precisión de movimientos y del lenguaje, la actitud positiva y responsable, la gestión emocional, etc. Todo esto requiere un trabajo interior de transformación personal, guiado por un profesional, para adquirir una actitud humilde de cercanía y cariño, al tiempo que de neutralidad. Los maestros son los niños. Los adultos, les servimos y guiamos, nunca somos sus jueces. Este enfoque humilde de la actitud adulta es el que permite la manifestación del ser esencial del niño, sin limitaciones.


Por lo tanto, la educación es una intervención consciente del adulto sobre el ambiente físico y sobre sí mismo. Educar a un niño es transformarse a uno mismo, romper con prejuicios del pasado, resolver barreras y bloqueos personales, liberar tensiones, confiar en la intuición, creer en uno mismo, autogestionar las propias emociones, adquirir una actitud positiva ante la vida…. Es educarse a sí mismo para estar en disposición de asumir la responsabilidad de ser un modelo de referencia, y tener la preparación personal para crear un ambiente optimizado de aprendizaje y desarrollo.
Cuando se dan estas condiciones ambientales, los niños desarrollan la autonomía, la capacidad de comunicación social, de concentración y de elección, así como el conocimiento de sí mismos, la autoestima, el control de los propios impulsos y la autogesión de sus emociones. Estas son las condiciones adecuadas para el despliegue de todo el potencial creativo y la pasión por aprender que los niños traen de serie.


Sin embargo, esto apenas se tiene en consideración en el contexto educativo convencional. María Montessori extrapola los atavismos culturales regresivos que asoman en las relaciones adulto/niño al contexto del modelo social. Así, una cultura violenta con los niños es una cultura violenta con otras culturas y consigo misma. Un estado corrupto contiene en sus relaciones adulto/niño una continua manipulación y chantaje emocional del fuerte al débil. Una sociedad intolerante y cerrada a los cambios es una sociedad que considera que los niños tienen que hacer lo que el adulto decide. La competitividad cultural inserta en los niños el chip de la competitividad, que después reproducirán en sus relaciones. Sin embargo, ellos no son competitivos por naturaleza; lo toman del ambiente.
Si queremos que se hagan efectivos los derechos de la infancia y la adolescencia, hay que modificar la relación adulto/niño y, para ello, lo primero que hay que entender es que ellos son los maestros. Nosotros no podemos hacer nada mejor que educarnos a nosotros mismos para preparar cuidadosamente su ambiente de crecimiento y desarrollo.


Con los niños no vale la mediocridad. Nuestra mediocridad produce daños cuyo alcance no somos capaces de ver. El resultado de un trabajo educativo excelente es la consistencia del estado de felicidad en los niños. No necesitamos evaluaciones para saber si un niño es o no feliz. La felicidad de un niño refleja que se está desarrollando adecuadamente y que está haciendo un trabajo de aprendizaje efectivo. Por ello, la felicidad de un niño no es postergable ni negociable, es un derecho fundamental y un reflejo del grado de compromiso con el que estamos enfocando su educación.
Se aprende en base a experiencias sobre el ambiente: experiencias creadoras, con un componente emocional y social, con libertad de elección y sin juicios posteriores; experiencias con todos los sentidos y con el movimiento del cuerpo actuando simultáneamente; experiencias que nacen siempre desde la motivación interior.
Por el contrario, repetir un mecanismo impuesto no significativo para el niño o memorizar conscientemente una determinada información para responder un examen, es un ataque directo contra la identidad y la personalidad del niño o adolescente, una forma de esclavizarlo a un sistema de pérdidas de tiempo. Además, este sistema promueve el conflicto familiar y social basado en la competitividad de las notas y la validez o no de una persona como integrante de la sociedad según la calificación obtenida por su capacidad para memorizar y repetir contra natura una serie de datos. Nos encontramos con miles de familias avergonzadas de sus hijos por las notas que han obtenido y miles de familias orgullosas de sus hijos por las notas que han obtenido. Mientras tanto, el 99% de los niños se pasan la mayor parte del tiempo aburridos y saturados de deberes y actividades.


El funcionamiento del sistema escolar convencional depende totalmente de la acción coercitiva que tienen las notas y evaluaciones sobre los niños. Sin esta presión, los niños y adolescentes no responderían a las exigencias del currículum. Evaluar a un niño según haya sido su capacidad de aguantar horas y más horas sentado en un aula sin perturbarse, escuchando lecciones que no son significativas para él, o según su capacidad para realizar las tareas y exámenes impuestos sin tener en cuenta su motivación personal, es una falta de respeto hacia él. Las evaluaciones son las grandes reuniones del enjuiciamiento, en las que con cierta frecuencia se respiran situaciones absurdas de tensión dentro de los equipos docentes donde se etiqueta a los niños a puerta cerrada.
Para crear una sociedad por cohesión, pacífica y cooperativa, hay que mirar su ADN, es decir, el programa que configura dicha sociedad: la relación adulto/niño. Al modificar esta relación, lo que hacemos es provocar un cambio en el adulto, una transformación en su forma de estar en el mundo y, por lo tanto, en su contexto social. Si cambia el enfoque de la educación, se podrán ver los efectos en nuestro sistema social automáticamente, sin tener que esperar a que esos niños se hagan adultos. Porque ese cambio de enfoque implica una transformación personal en el adulto, y eso ya produce cambios.
Tras lo dicho, me atrevo a ampliar la frase de María Montessori que encabeza este texto: Liberemos el potencial de los niños y podremos transformar el mundo.
Rafael Román

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Galápagos International Montessori School